En la primera parte de este artículo comentamos como la administración Trump ha ido articulando cambios sustantivos en la política norteamericana con la férrea oposición del establishment y del estado profundo hasta llegar a unas elecciones controvertidas y con serias sospechas de fraude. Obviamente, nosotros desde aquí no podemos determinar si la elección de Biden es legitima o si a Trump le han robado la victoria, pero podemos observar si existen indicios y antecedentes que sustenten o no esas sospechas.
El primer caso de elecciones fraudulentas en USA que nos viene a la mente es, sin duda, la elección de Kennedy en 1960 frente a Nixon gracias a los manejos del mafioso Sam Giancana y a que Daley, el alcalde de Chicago, se negó a llevar a cabo un recuento oficial. Estas irregularidades están totalmente probadas (se sabe que, en realidad, Nixon había ganado en Chicago por unos 4500 votos) y están escritas en los libros de historia, bien es cierto que, con una letra muy pequeñita, tan pequeñita que suele olvidarse este “pequeño detalle” en los relatos históricos de los medios de comunicación.
Resulta curioso que en la mitología presidencial estadounidense Kennedy figure en un lugar de honor como “un modelo de las aspiraciones de los norteamericanos” y un presidente ejemplar, mientras Nixon es tratado como ejemplo de ignominia, cuando el demócrata llegó al poder de una forma tan poco ortodoxa, robándole la elección al republicano. Cierto que el terrible asesinato de Kennedy, cuyos autores y motivos finales seguimos sin conocer, mueve a una cierta simpatía por la víctima y que Nixon tuvo finalmente que dimitir por el escándalo Watergate, cuando se demostró que espiaba a sus rivales políticos, lo que no es, desde luego, edificante, pero cualquier lector convendrá conmigo en que ganar las elecciones con la ayuda de un fraude perpetrado por la mafia tampoco es precisamente modelo de virtudes cívicas y que, incluso, es más grave que el “pecado” de Nixon, porque una elección fraudulenta mina por completo la fe en la democracia y falsifica absolutamente el sistema deslegitimándolo de plano. Nixon fue, de hecho, y al margen de su vergonzoso final político, un buen presidente, objetivamente hablando, que obtuvo buenos resultados económicos y que rompió el eje comunista, alejando a China de la Unión Soviética, lo que fue clave en la victoria geopolítica del eje occidental sobre el soviético.
El siguiente precedente de acusaciones de fraude electoral en los Estados Unidos de América fue la elección de Bush hijo ante Gore en 2000. El entonces vicepresidente de Clinton se retractó de su felicitación a Bush como ganador y llevó a los tribunales el recuento del estado de Florida alegando que las papeletas mariposa eran confusas y que el gobernador de este estado era el hermano del candidato republicano. Lo cierto es que, aunque la elección fue muy ajustada, Gore no tenía argumentos de peso: las famosas papeletas mariposa eran las mismas con las que había ganado Clinton 4 años antes sin que nadie las cuestionara y que el gobernador de Florida fuera Jeff Bush no es más significativo que el hecho de que los gobernadores de todos los estados pertenezcan al partido demócrata o al republicano y, por tanto, tengan interés en la elección de uno u otro candidato. El Tribunal Supremo dio la razón a Bush que se convirtió en presidente y Gore tuvo que aceptarlo a regañadientes. Lo significativo no es tanto que en este caso pudiera haber un fraude o si se trató simplemente de un mal perder por parte de los demócratas, como el hecho de que estos pudieran cuestionar el resultado, retractarse de su felicitación y acudir a los tribunales sin ser censurados por ningún medio de comunicación y sin que se les considerase “irresponsables” ni se les criminalizara por hacerlo como está ocurriendo ahora con Trump. De hecho, es un lugar común entre la progresía estadounidense e internacional asumir que aquella victoria de Bush fue fraudulenta, aunque no exista ni una sola prueba de ello, lo que se sostiene sin sonrojo por los mismos que censuran a Trump por arrojar dudas sobre la legitimidad del proceso actual.
El último antecedente de cuestionamiento de un resultado electoral en USA que nos viene a la mente es tan reciente como la pasada elección presidencial que ganó Trump hace tan solo 4 años. Durante la campaña electoral Trump había avisado de la posibilidad de un fraude, lo que había sido recibido con escepticismo y burlas por los demócratas y el establishment en general. Las elecciones norteamericanas, decían, eran imposibles de falsificar, aunque, de hecho, ya había ocurrido antes, y ni con todo el apoyo del estado profundo americano, del gobierno federal, de los gobiernos de todos y cada uno de los estados y de la prensa, hostiles todos a Trump, era posible y ni siquiera concebible un fraude. Pero ocurrió lo inesperado: Trump ganó las elecciones. Las encuestas garantizaban la victoria de Hillary así que eso pilló por sorpresa a propios y extraños. Y, de un modo inmediato, sin solución de continuidad ni tiempo para digerir la contradicción, los mismos que aseguraban, juraban y perjuraban que un fraude electoral era absolutamente imposible en los Estados Unidos, que se reían y ridiculizaban a quienes no lo pensasen así, de pronto, comenzaron a considerar que, al fin y al cabo y, dado que no había ganado su candidato, tal vez un tongo sí que fuese factible, pero en favor de Trump. Nació así la teoría de la trama rusa.
La trama rusa, esto es, la pretensión de que unos misteriosos hackers rusos subvencionados por Putin habían influido en las elecciones ganadas por Trump, hasta el punto de hacer esta victoria ilegítima, fue el punto estrella del argumentario anti-Trump, repetido con toda seriedad, pese a su inverosimilitud, por políticos, intelectualoides, artistas de Hollywood y periodistas progres de todo el mundo durante los primeros años de su administración. Ni que decir tiene que en este caso sí que no existía ninguna prueba ni indicio de tal trama, lo que no llevó a los medios ni a las redes sociales como Facebook y Twitter a censurar a sus propagandistas sino que, por el contrario, se hicieron eco de ella con insistencia. En el fondo subyacía el deseo del estado profundo norteamericano y del lobby armamentístico de empujar a la administración estadounidense a la enemistad con Rusia a costa de lo que fuera y aún con el riesgo evidente de poner peligro la paz mundial. Trump ha sido el primer presidente de USA en no empezar una guerra en más de media centuria y eso es algo que algunos no le perdonan.
Finalmente, debemos recordar un caso de falsificación electoral reciente, no en América sino en Europa. Las elecciones presidenciales de Austria en 2016 arrojaron una victoria en la primera vuelta de Norbert Hofer del Partido de la Libertad de Austria, de tendencia patriota. Alexander Van der Bellen, de Los Verdes, con el apoyo de toda la prensa del sistema, quedó en segundo lugar. Como ninguno de ellos tuvo más del 50% de los votos, compitieron en una segunda vuelta programada para el 22 de mayo. Con el voto regular, el candidato patriota era el ganador, pero en un sospechoso vuelco en el voto por correo, la candidatura verde se alzó con la victoria (¿nos suena a lo ocurrido ahora con Trump y Biden?). El 1 de julio, los resultados de la segunda vuelta de las elecciones fueron anuladas por el Tribunal Constitucional de Austria, que detectó un fraude en favor de la candidatura del sistema, lo que obligó a la repetición de la segunda vuelta finalmente pospuesta para el 4 de diciembre. Después de una campaña brutal, sacando a relucir a ancianas víctimas judías de los campos de concentración de la segunda guerra mundial, cuyas tristes historias no tienen nada que ver, obviamente, con la realidad austriaca actual, tratando de explotar hasta lo indecible el complejo de culpabilidad germanófono por la historia reciente, y quien sabe si con algún fraude electoral más, esta vez no sorprendido, el candidato del establishment logró imponerse por la mínima al patriota. Un robo sin paliativos. El sistema demostró que no le importa hundirse en el fango para mantener su poder y los medios de comunicación mayoritarios, que están dispuestos a renunciar a todo atisbo de ética periodística para comportarse antes como propagandistas o comisarios políticos en defensa del statu quo que como verdaderos representantes de una prensa libre y crítica.
Tras este recorrido histórico es evidente que un fraude electoral perpetrado por el estado profundo norteamericano y silenciado por sus medios de comunicación y por la prensa mundial es posible y de ello existen antecedentes. ¿Es lo que ha ocurrido en este caso? Lo desconocemos, pero sí que podemos observar indicios que apuntarían en esa dirección como los vuelcos de última hora de varios estados clave, los sorprendentes niveles de apoyo a Biden en el voto por correo, cuya seguridad ha sido muy cuestionada y las acusaciones de varios observadores republicanos sobre irregularidades varias con sospechas de votos de ya fallecidos o de votantes en una circunscripción que superan al censo de la misma. Es suficiente como para que merezca la pena investigarlo. La obsesión de la prensa y las redes sociales, cuyas líneas editoriales y dueños apoyan unánimemente y sin fisuras a Biden, por ridiculizar las acusaciones de Trump, negándoles el mismo tratamiento informativo que recibieron las de Gore frente a Bush en 2000 y censurando sistemáticamente a quien cuestionara el resultado electoral, así como sus prisas por proclamar a Biden, cuando su elección todavía está siendo revisada por los tribunales en varias acciones judiciales, constituyen una sospecha más de fraude, puesto que tal unanimidad en su postura y tal histeria censora podrían constituir señales de unas conciencias poco limpias.
¿Qué perspectivas se le abren ahora a los Estados Unidos? La más probable, aunque en absoluto está asegurada, es que Biden consiga la presidencia pese a las sospechas de fraude que le seguirán en todo su mandato y que cuando su administración deshaga todo el camino emprendido por la de Trump y regrese a las políticas habituales del establishment estadounidense en las últimas décadas, incluida una política exterior agresiva y belicista, esta fracase y genere un descontento que ahonde más la brecha entre las muchas américas, la demócrata y la republicana, la urbana y la rural, la religiosa y la laicista, la de las costas y la del centro, la de los ricos y la de los pobres, la de la mayoría blanca y la de las minorías raciales que existe ya en esta nación, aun la más poderos del planeta. Si, por el contrario, se produce un vuelco y Trump consigue retener la presidencia en los tribunales, escenario complicado, pero que en absoluto puede descartarse, pese a que cada día que pasa es más improbable, sin duda la izquierda hará arder el país y lo llevará a una situación de conflicto civil. Tampoco debemos engañarnos, sin embargo: la toma de posesión de Biden no evitará que tal conflicto llegue a darse, tan solo lo retrasará un poco.
Perdida la fe en el sistema democrático y en la limpieza de los procesos electorales, su gran ritual pseudoreligioso, se pierde el gran relato ideológico que unía a los norteamericanos como antiguamente las religiones habían unido a otros pueblos. En ausencia de esa pseudoreligión, los Estados Unidos aparecen más desunidos que nunca desde la Guerra de Secesión. El todavía baluarte y gran gendarme del imperio global de las elites mundialistas y del modo anglosajón de interpretar la civilización se aboca a una decadencia sin paliativos de la que sus problemas internos solo son una muestra más. Ciertamente, los Estados Unidos de América se encuentran actualmente al borde del precipicio del enfrentamiento civil y, a corto o a medio plazo, nada parece que pueda evitar que se precipite por él.
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