Escribí en un artículo publicado en la revista “La Emboscadura” sobre el control social al que nos someten las grandes tecnológicas, que, como decía Chesterton, lo malo de que la gente deje de creer en Dios no es que no crean en nada, sino que creen en cualquier cosa. Lo malo de que la gente deje de creer en las fuentes oficiales (entiéndase por tales organismos políticos, nacionales e internacionales, y grandes medios de comunicación) es que, por miedo a la incertidumbre terminan creyendo cualquier teoría conspiranoica. Pero tampoco nos engañemos, la parte de no creer en las fuentes oficiales está totalmente justificada. Nos han mentido demasiadas veces. La mayor conspiranoia es seguir creyendo a los voceros del poder.
Desde el inicio de la pandemia, estas fuentes oficiales nos han dicho a los españoles (pero el nivel de falsedades es similar en todo el mundo, si bien nuestra clase política probablemente podría ganar un premio a la mentira) entre otras cosas (y sin ningún ánimo de exhaustividad) que: el machismo mata más que el coronavirus, que iba a haber uno o dos contagios como mucho, que el confinamiento era necesario y era legal (resultó no ser ni lo uno ni lo otro), que las mascarillas no servían para nada y, pocas semanas después, que eran absolutamente imprescindibles incluso en espacios abiertos y manteniendo la distancia social (cosa igualmente falsa), que las vacunas eran totalmente seguras (luego tuvieron que reconocer que, como casi todos los medicamentos, podían tener efectos adversos en un porcentaje mínimo de personas) y con unos niveles de eficacia que superaban ampliamente el 90% (y por eficacia entendíamos, sin que nadie nos explicase lo contrario, la inmunización total) hasta que, finalmente, la eficacia quedó reducida a una cuestión de probabilidad. Uno podía seguir contagiándose, teniendo síntomas graves, incluso muriendo de Covid estando vacunado, solo que resulta estadísticamente menos probable. Y todo eso sin contar con el cachondeo con AstraZeneca, indicada para unos tramos de edad que iban cambiando mágicamente, hasta poner a los vacunados de la primera dosis en el brete de tener que decidir, sin conocimientos médicos en los que basarse, si ponerse una segunda dosis de la misma vacuna o mezclarla con otra.
Que el cambio de narrativa sobre las vacunas ha inducido la desconfianza de un número significativo de personas, la mayoría de las cuales, de todas formas, termina vacunándose, aún con reservas (al menos en España, donde quienes se han negado a vacunarse no llega al 5%) es evidente y resulta difícil reprochárselo al ciudadano lego de conocimientos médicos, pero susceptible, como cualquier ser lógico, a desconfiar de las contradicciones: lo malo de que el sistema nos mienta es que, muchas veces, tampoco podemos creerle cuando nos dice la verdad.
No cuestionaré en este artículo la (relativa) eficacia y seguridad de estas vacunas ya que, salvo prueba en contrario, confío en ella y, en todo caso, mi falta de conocimientos científicos me lleva a carecer de argumentos ni en favor ni en contra. Lo que sí puedo constatar es lo siguiente: la presión sobre la ínfima minoría de no vacunados no tiene que ver tanto con la protección de la salud pública, que resulta ridículo suponer amenazada por unos pocos discrepantes a los que puede exigirse, en determinadas situaciones de especial riesgo, una prueba diagnóstica que demuestre que no están contagiados de la enfermedad, cosa mucho más segura que la mera probabilidad inferior de contagio que facilita la vacunación, sino con el control social.
Esta ingeniería social se ha puesto de manifiesto recientemente con las declaraciones imprudentes (¿o tal vez audaces?) de dos líderes políticos. Por una parte, Macron, confesando sin vergüenza que tenía ganas de “enmerder”, de enmierdar, de fastidiar, de joder a los no vacunados. Por otra, el presidente de Canadá, Justin Trudeau, afirmando que: “Los que no se vacunan suelen ser misóginos y racistas”, un intento bastante descarado de poner a todos los disidentes en el mismo pack para aplastarlos mejor, cuando es evidente que la opinión sobre las vacunas es políticamente transversal.
A estas declaraciones ha venido, como a completar el argumento, la polémica sobre Djokovic y su deportación de Australia. La cuestión es un tanto compleja. Por una parte, las normas son las mismas para todos y buscar excepciones basadas en las cualidades deportivas del serbio no parece acertado. Por otra parte, cabría preguntarse si la norma que se aplica en este caso es una ley justa o, por el contrario, está motivada por el anhelo expresado por Macron, esto es, el de “joder” a los no vacunados. Es evidente que un vacunado puede estar contagiado y un no vacunado puede estar sano. ¿No tiene más sentido exigir una prueba diagnóstica, por ejemplo, un PCR, antes que la vacunación?
Tampoco quiere esto decir que haya que arremeter contra Nadal, cosa que en absoluto ha hecho Vox, como falsamente le ha acusado la prensa de izquierdas, en una fake news más como las muchas a las que nos tiene acostumbrado. Compartamos o no la opinión del tenista español, está claro que tiene derecho a manifestarla y si estamos reivindicando la libertad de los discrepantes con el sistema y de los no vacunados no podemos nosotros ser irrespetuosos con la libertad de opinión de alguien que se expresa con la mayor educación, como el de Manacor.
Respeto a Djokovic, respeto a Nadal, respeto a todos menos a los políticos liberticidas y a la prensa manipuladora.
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