Recientemente, en una tertulia con amigos, surgió el tema de la supuesta obsesión de la Iglesia Católica con la sexualidad. Negué la mayor, afirmando que tal obsesión no era católica sino protestante, al menos en su origen, para sorpresa de los demás contertulios. Conozco el tema porque lo traté en mi libro “El sueño de España”.
Se acusa a la Iglesia Católica de haber contribuido a la represión de la sexualidad, especialmente de las mujeres, pero también en general. Como tantos, este reproche olvida la historia. Durante siglos y siglos, la Iglesia no consideró los pecados de naturaleza sexual especialmente relevantes o más significativos que cualesquiera otros. Existe un refrán en valenciano que dice “dels pecats del piu, lo nostre Senyor sen riu” (de los pecados del pito, nuestro Señor se ríe), que podría sintetizar la posición de Roma al respecto durante siglos. De hecho, una de las acusaciones de los primeros protestantes al catolicismo era la excesiva tolerancia con la libertad sexual y no reprimir con suficiente dureza a “sodomitas” u otros “libertinos”.
De ahí viene cierta obsesión de la religión con el sexo, la mayor atención a los llamados “pecados de la carne” sobre cualesquiera otros en el entorno, como vemos, del mundo protestante. A partir de la Ilustración y, después, de la revolución francesa, la Iglesia Católica sufre un proceso similar, aunque mucho más atenuado, una suerte de contagio de la lógica de los “reformadores”, al depender su financiación del poder político, después del robo de todos sus bienes por los revolucionarios o los liberales en las “desamortizaciones”, pero, como vemos, su origen es protestante. El mantenimiento de su doctrina sobre la sexualidad, que la Iglesia está en su perfecto derecho de defender (aunque no de imponer violentamente a nadie, cosa que, de hecho, no hace) no parece tener nada que ver con la represión sexual extrema, que criminaliza el deseo y convierte cualquier manifestación sexual, aunque sea entre esposos y con fines reproductivos, en tabú, produciendo obsesiones malsanas, que, como vemos, en el ámbito cristiano, resulta ser un invento protestante.
El problema es que, desde que Carol Hanisch publicó el ensayo Lo personal es político, en 1970, lo privado y, especialmente, lo sexual han pasado a formar parte ya de lo que nuestra sociedad pretendidamente liberal, pero totalitaria en muchos aspectos, que persigue al individuo a su esfera más íntima, considera político y que por tanto estaría incluido en lo que la teología protestante llama “sumisión a la autoridad”. Así la moral sexual, último reducto de la religión “políticamente correcta”, habría sido también arrebatado a esta esfera, lo que explica que la candidata frustrada a la presidencia de los Estados Unidos, Hillary Clinton, afirmase que había que usar el poder coercitivo del estado para modificar los dogmas de las religiones.
Merece la pena recordar que hubo una época en la que, por supuesto, el aborto o la eutanasia fueron pecados, pero también la usura, la guerra, la pobreza o la explotación, y porque eso cambió. Estoy seguro de que la inmensa mayoría de la gente, al igual que mis contertulios, se llevaría una sorpresa al conocer las razones históricas de ese cambio.
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