Los resultados de las elecciones del pasado día 23 de julio han resultado sorprendentes por contradecir a todas las encuestas que daban al PP una victoria más amplia que le habría permitido gobernar, cosa que ahora parece imposible. Sin embargo y sin perjuicio de la posibilidad de un fraude electoral, en la que no voy a entrar porque carezco de datos al respecto, el resultado supone solo una relativa sorpresa.
Para empezar, España es un país sociológicamente de centro-izquierda. En los test de posicionamiento ideológico entre 0 ultraizquierda, 10 ultraderecha y 5 centro, la media suele quedarse sobre el 4,7 o 4,8, es decir, muy cerca del 5, pero con una leve desviación a la izquierda. Que esto tiene que ver con la renuncia de la derecha a la batalla cultural desde hace 45 años no se le oculta a nadie. La consecuencia práctica es que la base de votantes de la izquierda es algo mayor que la de la derecha, no mucho, pero suficiente para que en igualdad de movilización de sus propios efectivos la izquierda gane las elecciones. Para ganar, la derecha, por tanto, deberá movilizarse significativamente más que la izquierda.
Un elemento de distorsión más grave lo supone el hecho de que junto a las “dos Españas” se sume una tercera a la que podríamos denominar la “anti-España”, es decir, la nacionalista-separatista. Esta también se divide en izquierdas y derechas, de hecho, surgió como formaciones de ultraderecha, antimodernas y ultracatólicas. Sin embargo, todos los partidos nacionalistas-separatistas se sienten más cómodos pactando con la izquierda estatal porque comparten con ella su visión negativa de la historia de España influida por la leyenda negra. Además de eso, la renuncia del estado español, en manos de PP y PSOE, a imponer sus leyes en Cataluña y las provincias vascas, ha creado dos islas políticas en estas regiones en las que la derecha de ámbito estatal está prácticamente ausente. Esto hace que el PSOE comience las batallas electorales a nivel nacional con una ventaja de partida sobre el PP, que este deberá compensar arrasando en el resto del territorio nacional para obtener la victoria.
Repasadas estas circunstancias, se entiende el formidable reto que es para la derecha española ganar las elecciones y poder gobernar. En las votaciones del 23J, de hecho, la derecha se impuso claramente sobre la izquierda y los partidos de ámbito estatal arrasaron a los de ámbito autonómico, que retrocedieron incluso en sus feudos catalán y vasco. A pesar de ello y por las particularidades de nuestro sistema político, el poder parece haber quedado en manos de los separatistas de extrema izquierda y de un prófugo evadido de la justicia.
No es que la victoria de la derecha (una victoria que le permita gobernar a nivel estatal) sea imposible. De hecho, la pronosticaban todas las encuestas y sin duda se habría alcanzado si no llega a ser por las torpezas de la campaña del PP de Feijoo. Simplemente con una distribución de votos más favorable a Vox en el bloque de la derecha se hubiera conseguido, porque un Vox con un 2% más habría sumado 19-20 escaños más, mientras el PP con un 2% menos solo hubiera perdido 9 o 10. Como decimos, no es que todas estas circunstancias imposibiliten la llegada al poder de la derecha, pero la vuelve más difícil y deja a los conservadores sin margen de error, margen que sí tiene la izquierda. De hecho, sorprende que a pesar de decepciones tan sonadas como la ley del “solo sí es sí”, que llevó a cientos de violadores a la calle, la presencia de asesinos de ETA en las listas de Bildu para las municipales, miembro de la mayoría parlamentaria que sostiene al gobierno o la pérdida de poder adquisitivo para los trabajadores españoles, Pedro Sánchez esté en condiciones de gobernar si seduce al reo Puigdemont o, cuanto menos, de bloquear un gobierno del PP, ganador nominal de las elecciones, forzando nuevos comicios.
Hemos comentado que el elemento que cambió el signo de las encuestas y dejó una mayoría insuficiente para gobernar fue la mala campaña del PP y, añadimos ahora, su criminalización de Vox, sumándose, en lugar de contrarrestarla, a la campaña de la izquierda en ese sentido. Y es que satanizar a la formación con la que todo el mundo sabe que te vas a ver obligado a pactar, como de hecho ya ha ocurrido en determinadas comunidades autónomas es una estupidez sin paliativos. El PP puede elegir no pactar con Vox, lo que supondría regalar gobiernos a la izquierda donde ha ganado la derecha, o pactar con Vox y defender esos acuerdos, pero pactar con Vox y a la vez atacarlo sumándose al discurso de la izquierda sobreactuado y falsario que presenta a los de Abacal como fascistas peligrosos que van a emplumar a los homosexuales, recluir a las mujeres en sus cocinas y abrir campos de concentración resulta un suicidio político. En ese sentido, el numerito de María Guardiola (la rubita extremeña como la llama Ussía) criminalizando a Vox para luego tragarse sus palabras y terminar pactando con él, o las declaraciones de Feijoo llamando a Abascal socio poco fiable y prefiriendo entenderse con el PSOE movilizaron a la izquierda. Si Vox es tan malo que hasta el PP lo dice, votemos al PSOE para frenarlos. Y, como hemos visto, con una izquierda igual de movilizada que la derecha, esta última no obtendrá nunca la victoria.
El sistema político español es de un bipartidismo llamado imperfecto, donde junto a los dos grandes partidos de centroderecha y de centroizquierda existen una pléyade de terceros partidos entre el separatismo y la extrema izquierda que distorsionan el eje político y lo desvían hacia el progresismo y el secesionismo. Esta tendencia parecía que podía corregirse con la irrupción de nuevos partidos tras la última crisis como UPyD, Ciudadanos, Podemos y, finalmente Vox, pero el resultado final es que el partido de tenis individual que disputaban PP y PSOE ha pasado a ser de dobles, PP + Ciudadanos y ahora Vox, frente a PSOE + Podemos, ahora Sumar. De este modo, los separatistas siguen siendo decisivos a pesar de su escaso apoyo en la mayor parte del territorio nacional. Por supuesto, estamos hablando a nivel sociológico. A nivel puramente político, el partido es de Vox contra todos los demás, lo que explica las reticencias suicidas del PP a depender de los de Abascal.
La derrota por incomparecencia de la derecha en la batalla cultural (otra cosa que tenemos que agradecerle al PP) tiene también que ver con que amplias capas de la población se hayan tragado la evidente falsedad de que con Vox en el gobierno iban a retroceder los derechos humanos porque sus concejales restauran la neutralidad de las instituciones públicas quitando banderas arcoíris de los ayuntamientos o sustituyen la expresión ideológica del feminismo radical “de género” por la más adecuada “intrafamiliar” en las pancartas de protesta por los asesinatos de mujeres.
Obviamente, no existe ningún derecho humano a poner banderas LGTBI en los edificios consistoriales ni a escribir “de género” por doquier. Por otra parte, parece de sentido común pensar que la llegada masiva de inmigrantes procedentes de culturas misóginas donde las mujeres tienen prohibido estudiar, conducir o salir solas de casa y los homosexuales son perseguidos, encarcelados y, en algunos casos, ejecutados por serlo, pone más en peligro la seguridad de mujeres y gais que quitar banderas de edificios o eludir la expresión “de género”. Y no digamos poner en libertad a cientos de violadores reincidentes. Sin embargo, no solo la izquierda, sino también el PP y sus medios afines alimentaron el miedo irracional a Vox, movilizando el voto progre y alejando el necesario cambio de ciclo político que se venía intuyendo.
El PP vendió la piel del oso antes de cazarlo. Como en el cuento de la lechera, comenzó a repartir cargos y sillones a cuenta de un poder que todavía no se había logrado. Por no tener que compartir el pastel con Vox o quedarse un trozo lo más grande posible se olvidó de que el pastel todavía no estaba cocinado y de que si no se obtenía un resultado arrollador no iba a haber pastel que quedarse o repartir. En lugar de hacer campaña contra Sánchez, el PP hizo campaña contra Abascal y ahora recoge las amargas consecuencias.
La cuestión que subyace es que sobre la división sociológica en izquierdas-derechas, PSOE + Sumar + separatistas contra PP + Vox, se superpone otra de mayor calado político, pero todavía no comprendida por amplios sectores de la ciudadanía y continuamente ocultada por los medios y los propios actores políticos, que es la de globalistas contra patriotas. Y en el campo de los patriotas solo está Vox, e incluso en Vox, algunos de sus líderes y apoyos mediáticos tienen esto más claro que otros, que se ven como una mera reedición del PP de Aznar o de un PP “no izquierdizado”.
Desde el PP hasta Bildu y Esquerra, pasando por el PSOE, Podemos y todos los demás puntos intermedios, todos apoyan la inmigración masiva, la ideología de género y la tendencia federalizante en el sistema territorial español (algunos de un modo radical, preconizando la independencia de sus regiones, otros más moderado, pretendiendo solo la acentuación del “estado autonómico”). En el plano internacional, todos ellos apoyaron a Hillary Clinton y luego a Biden frente a Trump, a Macron frente a Marine, a la izquierda italiana frente a Meloni, el “no” al Brexit y respaldan el acoso de Bruselas contra Hungría y Polonia. Tan solo Vox se desmarca de todas estas políticas y posiciones.
Lógico resulta, por tanto, que el PP muestre resistencias a pactar con Vox. No es que Feijoo esté más cerca del PSOE que de Abascal, es que está más cerca de Podemos, de Esquerra y de Bildu que de Vox, pues con todos ellos comparte sumisión a las políticas globalistas dictadas desde órganos supranacionales, antidemocráticos, porque nadie los ha elegido, y que han tenido el descaro de explicitar en las nunca votadas agendas 2030 y 2050, a las que, en el arco político parlamentario español, tan solo Vox se opone.
Como decíamos antes, en el verdadero partido de tenis, Vox juega contra todos, incluso contra un sector de sí mismo, que no es capaz de comprender esta realidad. Eso explica que el PP esté teniendo brutales presiones, incluso de sus medios afines, para adoptar la postura suicida de atacar a Vox, lo que le llevaría a renunciar a conquistar el poder y lo dejaría en manos de una izquierda sobre-legitimada en las próximas décadas.
Tal vez la ambición de los populares por conquistar el poder (si no podemos apelar a su identidad ideológica ni mucho menos a su honradez ni a su patriotismo, apelaremos a su ambición) y la conciencia de que la mayor parte de sus votantes no entenderían que por la para ellos inexplicable sumisión al discurso de la izquierda de aislar a Vox se pactase con el PSOE (un PSOE que tampoco parece querer darle a Feijoo esa opción) les fuerce a comerse sus palabras y pactar con los de Abascal como han hecho ya en numerosas comunidades autónomas. Pero para eso, PP + Vox deben sumar a nivel nacional y eso se nos antoja imposible sin un cambio de discurso de Feijoo, que se aparte de la criminalización a Vox y que no movilice a la izquierda contra la llegada de la “ultraderecha”, como un miedo irracional semejante al de los niños al coco.
Si, finalmente, tal acuerdo se diera y Abascal obtuviera la ansiada vicepresidencia, en Vox tienen que tener claro que pactar con el PP es pactar con el enemigo y solo tiene el sentido estratégico de dividirlo para debilitarlo. Un pacto que anulase por completo a Vox y tan solo sirviera para otorgar algunos ministerios a los de Abascal, pero sin un cambio sustancial en las políticas desarrolladas resultaría un fraude que costaría caro a Vox a largo plazo, abocándolo a la desaparición.
El resultado electoral, por tanto, es tan solo una sorpresa relativa, pues sobre la división sociológica de izquierda-derechas, donde la izquierda tiene la ventaja de un sistema escorado a su parte del tablero y con la tercera España de la anti-España separatista desequilibrándolo todavía más a su favor, subyace la verdadera división política globalistas contra patriotas, que presiona para el aislamiento de Vox y que pone las cosas todavía más difíciles a la derecha, haciendo llamamientos suicidas a la concentración de voto conservador en el PP, para evitar depender de la “ultraderecha”, que tienen el efecto de movilizar a la izquierda, por torpes que hayan sido sus políticas y dolorosos que hayan resultado sus fracasos.
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