La crisis del COVID-19 se ha convertido en la excusa perfecta para, mediante el estado de alarma, silenciar y controlar a la sociedad por parte de un gobierno que poco tiene ya de progresista
«…el panorama general que se conforma es el sueño de cualquier liberticida e ingeniero social y la pesadilla de cualquier hombre que aspire a ser libre»
La actuación del ejecutivo de Pedro Sánchez en la crisis del Coronavirus ha sido muy controvertida. Para empezar, es poco creíble que la situación cambiara radicalmente en la noche del 8 al 9 de marzo, como se ha intentado defender. Que el 8 pudieran celebrarse las multitudinarias manifestaciones feministas para apenas unos días después suspenderse las fallas y casi de inmediato declararse un estado de alarma en virtud del cual, de una manera dudosamente legal (el estado de alarma no suspende derechos, como sabe cualquiera que se haya leído la Constitución) se nos impidió incluso salir de nuestras propias casas, salvo para acciones tasadas, y más adelante repartirnos las calles por horas, en este arresto domiciliario que sufrimos desde entonces, es difícil de comprender.
La única explicación racional es que el gobierno, desoyendo las advertencias, estuvo esperando a que pasase la fecha de las famosas manifestaciones del día de la mujer, para valorar los hechos y tomar una decisión, retraso clave en la muerte de miles de españoles, de la que son responsables por una negligencia criminal. Demorar la toma en consideración de una grave crisis de salud públicapor no estropear unas movilizaciones en favor de una ideología compartida por los partidos que detentan el poder es una subordinación del interés público al de partido, de la realidad a la entelequia ideológica y una acción criminal. Es dar prioridad a los problemas imaginarios por encima de los reales. Se puede disculpar el retraso en la toma de decisiones por desconocimiento o falta de criterio para valorar la gravedad del problema, pero no por priorizar la ideología por encima de la salud. Simplemente es indefendible.
La crisis del Coronavirus ha servido también para demostrar las incoherencias del Régimen del 78, democracia en la que no se puede salir a la calle ni criticar al gobierno (a riesgo de ser procesado por emitir bulos), con un sistema autonómico en el que las regiones son incapacesde coordinarse entre sí o con el gobierno central, aunque les vaya la vida en ello a sus ciudadanos y donde los nacionalistas catalanes siguen más preocupados de sus delirios de independencia que de la supervivencia de su gente. La destrucción de nuestro tejido industrial se manifiesta en todo su horror cuando nos damos cuenta que no tenemos estructura ni para coser unas mascarillas que impidan a nuestros sanitarios contagiarse de la enfermedad que están combatiendo, y los recortes y privatizaciones de nuestro sistema médico, operados independientemente del signo político del gobierno de turno durante los últimos 40 años, provocan su incapacidad para reaccionar ante una emergencia de salud pública, que encuentra unas instituciones hospitalarias ya al borde del colapso en situación normal, totalmente desbordadas en estos momentos, pese al heroísmo de los intachables profesionales que prestan servicios en ellas.
Pero posiblemente lo más inquietante es la posibilidad de que esta crisis se esté utilizando como ensayo de control social. El gobierno nos dice cuando salir de nuestras casas y cuando quedarnos en ellas, en que horarios pisar la calle y en qué momentos no hacerlo. Nos impide trabajar y tener ingresos, pero no nos exime de pagar impuestos. Nos da información contradictoria y cambiante, pero no nos permite dudar de ella, bajo amenaza de condena social o, incluso, de investigación policial. Es cierto que estamos en una situación realmente excepcional, que puede justificar o disculpar alguna de estas medidas, aunque otras no tengan defensa posible, pero el panorama general que se conforma es el sueño de cualquier liberticida e ingeniero social y la pesadilla de cualquier hombre que aspire a ser libre.
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