No se trata, desde luego, de culpar a los inmigrantes de la pandemia de coronavirus, como en su momento no podía culpárseles de la crisis ni del paro. Ya hemos dedicado editoriales a denunciar a los culpables y nos hemos centrado en los políticos, como es natural, porque son quienes tienen la responsabilidad de los asuntos públicos, no los ciudadanos, nacionales o extranjeros, ni la gente, que se busca la vida como puede y trata de sobrevivir en condiciones, muchas veces, hostiles. También hemos señalado a la banca, a organismos financieros internacionales y a las élites financieras globalistas. Nadie nos puede acusar, pues, de buscar chivos expiatorios facilones. De lo que se trata es de analizar la incidencia de la inmigración, especialmente la ilegal, en el aumento de contagios por coronavirus, como antes las buscamos en las causas y el desarrollo de la crisis y determinar qué políticas de inmigración serían sensatas.
Hay que contextualizar los fenómenos inmigratorios actuales dentro de los procesos de globalización que vive la economía mundial. Así, la globalización tiene dos consecuencias laborales claras: la deslocalización y la inmigración. En el mundo globalizado, la fuerza de trabajo se considera un elemento económico más, independiente de cuestiones éticas, sometido a los principios de oferta y demanda. Si la mano de obra es más barata en los países del tercer mundo que en los del primero, pueden pasar dos cosas, que los productores trasladen sus actividades allí, a lo que llamamos deslocalización, fabricas que cierran en USA para abrir en Méjico o factorías que se trasladan de España a Marruecos, por ejemplo; o que la mano de obra tercermundista vega aquí, a lo que llamamos inmigración. Es fácil intuir que esto tendrá efectos beneficiosos para la gran empresa y los grandes productores, que bajarán sus costes laborales y con ellos, sus costes de producción, y sustantivamente negativos para todos los demás. Aumento del paro en occidente, retroceso de los derechos laborales, etc.
En plena pandemia, la llegada de inmigrantes infectados en pateras, sin ningún control, y la fuga de muchos de ellos, algunos infectados, de los centros de inmigrantes, ha supuesto uno de los focos de contagios más importantes, sin que ninguna de las medidas prohibicionistas y liberticidas del gobierno que acosan al ciudadano medio, cumplidor de las leyes, les afecten.
Esta situación apenas es denunciada desde unos pocos sectores especialmente valientes, porque el sistema reacciona llamando racistas a quienes señalamos realidades tan obvias y tan innegables. Racista es, en realidad, quien considera que, porque una persona tenga un color de piel distinto o haya nacido en un lugar distinto, tiene que recorrer miles de kilómetros para poder mejorar su situación y ganarse la vida con dignidad. Debemos abogar por el derecho de todo el mundo a prosperar en la tierra que le ha visto nacer sin tener necesidad de embarcarse en viajes inverosímiles en los que arriesga su propia vida en busca de una tierra prometida, que en realidad no existe, para que cuatro caciques tengan mano de obra barata. Resulta evidente que la solución a los problemas de los habitantes de los países en vías de desarrollo no es la inmigración, sino mejorar sus condiciones en sus países de origen.
Al final, parece que las denostadas fronteras sí que sirven para algo. Que, en España se nos impidiese antes salir de nuestras propias casas que atreverse a cerrar las fronteras, cuando es evidente que eso habría evitado la llegada a nuestra patria de la enfermedad, y que ahora, cuando esta ya ha mostrado su dramático rostro, se adopten todo tipo de medidas absurdas, menos abordar el problema de los inmigrantes contagiados y fugados sin ningún control, da muestra la incompetencia de nuestra clase dirigente y de su sumisión a los dictados del globalismo, incluido el que habla la de la las bondades inherentes al multiculturalismo y la inmigración masiva. Que la realidad lo contradiga, en forma de muertos, es algo que no les importa.
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