“El viejo topo” fue una revista “a la izquierda de la izquierda” —como se decía en la jerga de finales de los setenta— que circuló en los kioskos españoles entre 1976 y 1982 y, tras un largo período de sequía, volvió a reaparecer a finales de 1993. A la par que la revista, “El viejo topo” es la marca que hace también funciones de editora de libros. Una y otra, todo hay que decirlo, con un nivel más que plausible. Doy fe.
El referente de “El viejo topo” fue la librería parisina a la que miembros de la ultraizquierda parisina, allá por 1965, bautizaron como “La vieille taupe” y que, como procederán sus epígonos españoles años más tarde, se especializó en literatura neomarxista en sus distintas tendencias: trotkismo, luxemburguismo, anarquismo, situacionismo y todos los ismos que por aquellos años circulaban, con mayor o peor fortuna, con mayor o menor número de seguidores, por las universidades de punta a punta de Europa.
La revista/editorial se ha convertido durante los últimos días en noticia, pero no por sus publicaciones, sino por el hecho de haber sufrido en propias carnes la censura —sí, sí, la censura— de los organizadores de un sarao —con el apoyo de la inefable alcaldesa de Barcelona— conocida como “Literal”, una feria de casas editoras de periodicidad anual del libro “político y radical” —según definición de sus propios organizadores—, que han tenido a bien cerrarle las puertas en las narices a “El viejo topo”.
Según un comunicado del “El viejo topo” la causa de esta discriminación estaría en que “Literal” los acusa de “coquetear con el fascismo” [sic.] y, más concretamente, de abrirle las puertas al conocidísimo politólogo italiano, marxista heterodoxo, Diego Fusaro, si bien es cierto que la nómina de acusados de herejía sería al parecer mucho más amplia. Pensemos, sin ir más lejos, en Hasel Paris Álvarez, Ferran Gallego, Manuel Monereo, Santiago Armesilla y, en definitiva, determinados autores que, siempre desde posiciones marxistas, no se han dejado embadurnar con los potingues con los que se maquilla esa nueva izquierda llamada “indefinida”, “leoparda” —por su vergonzante apoyo a la OTAN— o, como es mucho más cómodo y descriptivo denominarla, “woke”.
A lo largo de la historia, la izquierda —fuera y dentro de nuestro país— siempre ha sido una cacerola de grillos y hogaño no podía ser menos. Al margen de las etiquetas y poniéndonos en modo reduccionista todo parece indicarnos que la división, aquí y ahora, vendría caracterizada por una facción —mayoritaria— que ha encontrado acomodo en el capitalismo liberal-mundialista, una vez que el proletariado ha desaparecido como “sujeto histórico”, y aquella otra —obviamente minoritaria— que, sin abandonar los postulados del marxismo, ha [re]descubierto valores sociales tradicionales/conservadores cuya pérdida, consideran, sería letal para nuestras sociedades occidentales contemporáneas.
De un lado, la corriente “wokista” que encaja como anillo al dedo con conceptos como cancelación de la historia —y su variante «negrolegendaria»—, sobrehumanismo, deificación acientífica de los géneros, veganismo y, en definitiva, políticas neomalthusianas espoleadas por el “estado profundo” norteamericano, el empuje financiero de filántropos de la catadura de Gates o Soros, e instituciones corrompidas hasta el tuétano como la ONU. Y, frente a esta corriente, una izquierda con una cada vez mayor capacidad de respuesta y rechazo del “wokismo” que, en España, tendría uno de sus mayores epicentros, aunque no el único, en la escuela de filosofía materialista que en su día impulsara el filósofo riojano Gustavo Bueno.
¿Qué hacer frente a esta pugna? ¿Permanecer con los brazos cruzados? Desde nuestro punto de vista no cabe, en cualquier caso, un posicionamiento neutro. No cabe diálogo alguno con el mundialismo, sea cual sea el envoltorio con el que se nos presente —ya sea liberal-libertario, ya sea izquierdista—, pero sí debemos abrirnos a la confrontación de ideas con pensadores que, como sucede con Diego Fusaro o Hasel Paris Álvarez, están comprometidos con la defensa de valores irreemplazables como la familia, una idea comunitaria de la sociedad o la defensa a ultranza de la soberanía nacional.
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