Según la tradición, la primitiva Iglesia encargó a Santiago la evangelización de Hispania. Llegado a sus costas, se trasladó a la Gallaecia donde predicó, destacando de entre sus discípulos siete, los siete Varones Apostólicos, a los que tomó como ayudantes. Sintiendo la Virgen María cercana su muerte, pidió estar rodeada de los Apóstoles cuando llegara el momento, por lo que se apareció a cada uno de ellos. A Santiago, concretamente, en un pilar de Zaragoza rodeado por sus siete discípulos. Este pilar se sigue venerando en la capital aragonesa y da origen a la advocación de la Virgen del Pilar, patrona de la Hispanidad. Santiago, obedeciendo a la madre de Dios, se habría trasladado a Jerusalén, donde habría encontrado la muerte tras ser martirizado por Herodes Agripa. Sus discípulos habrían llevado entonces su cuerpo incorrupto por el Mediterráneo en una embarcación de piedra, costeando el atlántico hasta Galicia, donde habría sido enterrado.
Este relato ejerció gran influencia en los Reinos Cristianos peninsulares, cuyos guerreros se encomendaban a Santiago en los combates e, incluso, surgían leyendas sobre su participación directa en las luchas a lomos de un caballo blanco, por ejemplo, en la famosa batalla de las Navas de Tolosa, como los dioses grecolatinos intervenían en sus guerras en algunos relatos clásicos. La peregrinación a Compostela a través del “camino de Santiago” trajo, además, a muchos peregrinos europeos, que conectaron a los Reinos Cristianos de España con el resto de la Cristiandad, siendo un marco de intercambio cultural enriquecedor. Como mito tuvo, también, una importancia capital en la forja del carácter español, religioso y guerrero, y sirvió como vínculo de unión de todos los cristianos de los distintos reinos y señoríos, incluidos los mozárabes de Al Ándalus, para que la “Restauratio Hispaniae”, la restauración de España, nunca fuera olvidada.
Cada patria tiene una versión ideal de sí misma, basada en los arquetipos ancestrales de sus héroes, no siempre coincidente con sus mitos fundacionales modernos, en algunos casos incluso opuesta a ellos. La Inglaterra de Camelot, la Rusia santa, la Francia hija primogénita de la Iglesia, los Estados Unidos patria de la libertad y hogar de los valientes, líderes del mundo libre. Y, por supuesto, la España eterna. En la construcción de del concepto de esa España eterna el mito de Santiago tuvo mucho que ver. Y es que, si Santiago no cabalgó en las Navas de Tolosa, sí lo hicieron los tres reyes, y, sí antes no predicó en Hispania, sí lo hizo San Pablo.
La reivindicación de esa España eterna no es, por tanto, una pretensión mitómana y esencialista de una España más allá del tiempo y del espacio, como una entelequia metafísica fuera de la historia, como son, por ejemplo, las pretendidas naciones fraccionarias de los separatistas, basadas en groseras falsificaciones históricas y en hechos diferenciales simplemente inventados. La España eterna es la línea que une las empresas del pasado, del presente y del porvenir de nuestra patria, es la España ideal, la patria que siempre quisimos ser lo supiéramos o no, la que está escrita en nuestro inconsciente colectivo y a veces grita en nuestra sangre, trayéndonos recuerdos de tiempos en que el mundo era magia y tras cada árbol y montaña se escondían almas que guiaban nuestro camino. Esos recuerdos florecieron en nuestra era heroica y forjaron nuestro carácter. Esos recuerdos están aún en la poesía que promete y en el mito, como el de Santiago, que no es relato del pasado sino anticipo del porvenir.
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