Otro debate recalcitrante es el referido a los símbolos nacionales. Bandera, escudo o himno, ninguno se libra de la polémica, del cuestionamiento o, directamente, del desprecio de diversos sectores. ¿Les pasa algo a nuestros símbolos? ¿Están mal combinados los colores de la bandera o son desagradables las notas musicales del himno? No parece ser ese el problema. Ya hemos visto como la asunción de la leyenda negra ha producido una depresión colectiva en España de la que, siendo el hombre un animal simbólico, sus signos y señas de identidad no podían librarse.
Tal vez, el primer símbolo representativo de España fue la alegoría de Hispania, una personificación de la antigua provincia romana de Hispania, como representación antropomorfa femenina, que con el tiempo se convirtió también en la personificación nacional de España. El antecedente de esta representación fueron unas monedas de la primera mitad de siglo II a. C. acuñadas en Sicilia, donde aparecía representado un jinete con una lanza y con la leyenda HISPANORVM, realizadas por los mercenarios hispanos que recibieron el gobierno de esta ciudad por orden del Senado romano durante la segunda guerra púnica. La primera representación de Hispania apareció durante la República romana, consistiendo en una cabeza de mujer con la leyenda HISPAN, que fue acuñada en Roma por la familia Postumia en el 81 a. C. Tras caer en el olvido, fue recuperada en la edad moderna con representaciones numismáticas, escultóricas, como en la Estatua de la Biblioteca Nacional, y pictóricas, como en el cuadro “La Religión socorrida por España” de Tiziano.
La Cruz visigoda, con el alfa y el omega, que tuvo su continuidad en la Cruz de la Victoria, como lábaro de la reconquista, y que sigue figurando en la bandera y escudo del Principado de Asturias, suele considerarse como el primer símbolo de España, como nación histórica o patria, superada ya la etapa de Hispania como provincia de Roma. El culto a la cruz de los visigodos sobrevivió a la invasión musulmana y continuó en los núcleos de resistencia del norte, manteniendo el recuerdo y legado del Reino Visigodo, para la legitimización del proyecto político de la Reconquista en el Reino de Asturias.[1] Como dice Menéndez Pidal “…en mostrarse heredera de estos visigodos residía su más prestigiosa razón de ser” Don Pelayo, según la tradición, enarboló esta cruz en la batalla de Covadonga, que dio inicio a la “Restauratio Hispaniae”. La cruz de madera portada por Pelayo habría sido después, según la tradición, recubierta de oro y gemas y donada a la Catedral de San Salvador de Oviedo por el rey Alfonso III el Magno y por su esposa, la reina Jimena de Asturias, en el año 908. La joya existe y aún se conserva en esa Catedral, aunque se duda de que la cruz de madera interior fuese la portada por don Pelayo.
De la reconquista proceden los símbolos heráldicos que después constituirían el escudo de España: el león rampante de León, el pendón de Castilla, con su castillo de oro sobre campo de gules, las barras (o palos) de Aragón, las cadenas de Navarra y la granada de su color, rajada de gules del Reino de Granada. Como explica César Vidal, las barras de Aragón (obviamente no de Cataluña, pues esta no existía en el momento de su aparición) proceden de los colores vaticanos de la época:
“Su origen deriva del viaje de Sancho Ramírez (1064-1094) a Roma en 1068 para consolidar el joven reino de Aragón ofreciéndose en vasallaje al papa. Se trata de un vasallaje documentado incluso en la cuantía del tributo de 600 marcos de oro al año. De ahí que se haya aducido que Alfonso II, conocedor de ese viaje, tomara como emblema del vínculo de vasallaje las conocidas barras rojas y oro, inspirado en los colores propios de la Santa Sede, que eran bien conocidos y están bien documentados en las cintas de lemnisco de los sellos de la Santa Sede, y son visibles hoy todavía en la umbrella Vaticana.”[2]
La leyenda, más atractiva, indicaría que las barras rojas eran los cuatro dedos manchados de sangre con los que un caballero habría pintado el escudo, hasta entonces solo de oro, de Aragón.
Las cadenas del escudo de Navarra proceden de la batalla de las Navas de Tolosa, de la que ya hemos hablado, cuando su rey Sancho VII, en una acción heroica, provocó que sus tropas se presentasen delante de la tienda roja de campaña del caudillo musulmán al-Nasir, para aplastar a la guardia negra (su guardia personal) que se había quedado para defender la tienda mientras su señor huía. Los hombres de Sancho mataron a los miembros de la guardia y rompieron las cadenas de circundaban la tienda. Las cadenas que desde entonces fueron las del escudo del Reino de Navarra.
Todos estos elementos se unieron en el escudo de los Reyes Católicos, el primero que incluyó a todos los territorios peninsulares españoles. Hubo otros símbolos heráldicos utilizados por Isabel y Fernando y recuperados cíclicamente en los distintos escudos nacionales. El yugo y el haz de flechas, junto al nudo gordiano, se encuentran entre los más destacados. Desde el siglo I a. C., aparecen como elementos simbólicos en varias obras del poeta romano Virgilio: las flechas representan la guerra en la Eneida y el yugo a las labores agrarias en las Geórgicas. Fernando el Católico adoptó el nudo gordiano anudado al yugo como símbolo personal junto al lema “Tanto Monta”, por sugerencia de Antonio de Nebrija, rememorando el episodio de Alejandro Magno en Gordio («tanto importa desatar el nudo como romperlo frente a la idea de conquistar Asia»). Después, el “tanto monta”, completado por el “monta tanto”, se reinterpretó como una señal de equivalencia de los reales esposos, a partir de su matrimonio con Isabel y la unión dinástica que derivó de él. Las flechas también se relacionan con un pasaje clásico protagonizado por Sciluro, Rey de los escitas, y recogido por Plutarco: El Rey reunió a sus 30 hijos (era un hombre prolífico) en su lecho de muerte y los retó a que el que fuera capaz de romper un haz de flechas se llevaría su corona. Ninguno lo consiguió, tras lo cual el Rey escita fue tomando una a una las flechas del haz, partiéndolas ante sus ojos, a la par que les manifestaba que «al igual que acontece con tales armas, si permanecían unidos, serían invictos pero si reinaba entre ellos la discordia y la disidencia, serían vulnerables y débiles frente a sus enemigos».[3]
El águila de San Juan es un águila pasmada, de sable, nimbada de oro, picada y armada de gules. En algunas monedas se le incorporó la leyenda «sub umbra alarum tuarum protege nos» («protégenos bajo la sombra de tus alas»). Los cuatro autores de los Evangelios (San Mateo, San Marcos, San Lucas, y San Juan) han sido representados tradicionalmente en forma de tetramorfos, atribuyendo a cada uno un animal o forma (león, cordero, ángel)[4], siendo el águila la figura asociada a San Juan, por ser su Evangelio el más abstracto y teológico de los cuatro. Isabel la Católica sentía gran devoción hacia este evangelista, hasta el punto que se hizo coronar en la fecha de su festividad. Otro símbolo distinto es el águila imperial o bicéfala del escudo de Carlos I, que simboliza unión del Sacro Imperio Romano Germánico con la monarquía española, cuando Carlos fue coronado como emperador, hecho de gran relevancia a todos los niveles, como ya hemos visto. El águila bicéfala es, como su nombre indica, un águila en sable de dos cabezas con las alas extendidas. Sus orígenes en Europa se remontan al Imperio romano y a su heredero, el Imperio romano de oriente, llamado por los historiadores posteriores Imperio bizantino, y fue el emblema de los Habsburgo, tanto en Madrid como en Viena. Resulta curioso como la figura del águila se repite en la simbología nacional, desde la fíbula de Alovera, una joya aquiliforme de la España visigoda, encontrada en Guadalajara y fechada en el siglo VI, hasta el águila bicéfala y pasando por la de San Juan. Parece que esa ave expresa muy bien el carácter español, con sus ansias de libertad y grandeza.
Las columnas de Hércules, denominadas columnas de Melkart por los fenicios y columnas de Heracles por los griegos, desde los romanos con su actual nombre, representan a los dos promontorios que flanquean el estrecho de Gibraltar: el monte Abila, en Ceuta, por la parte africana y el Peñón de Gibraltar por la europea. Hasta el descubrimiento de América, se pensaba que el fin del mundo se encontraba al traspasar el estrecho, de ahí que el lema que, según la mitología, portaban las columnas fuera “Non Plus Ultra” (en latín: No más allá) como aparece, por ejemplo, en el escudo de Melilla. A partir del descubrimiento, el lema cambió a Plus Ultra, simplemente, Más allá, en clara alusión al Nuevo Mundo descubierto por España. Ya hemos comentado lo fundamental para toda la humanidad que fue este cambio de mentalidad, simbolizado en la eliminación del “non” de la inscripción de las columnas, dando lugar a la revolución científica y a un aumento exponencial de conocimiento humano. El rey y emperador Carlos I las introdujo entre las armas reales de España, símbolo mantenido hasta hoy. El símbolo del dólar estadounidense ($) procede también de ahí, según las teorías más solventes, al ser una representación simplificada de las columnas de Hércules y la banda del Plus Ultra, que aparecía en ciertas monedas españolas acuñadas en Méjico, muy populares entre los colonos británicos, principalmente el Real de a Ocho, que fue la primera divisa mundial, utilizada por el comercio internacional, y la primera moneda oficial de Estados Unidos, el llamado “spanish dólar”, antes de la adopción del dólar que conocemos. Esto pone de relieve lo injusto de la acusación de la Enciclopedia Metódica francesa en lo relativo al comercio que, según su entrada sobre España se habría “apagado en esta tierra”. Vemos como, en realidad, España fue la creadora del comercio mundial y su primera potencia durante siglos. No confundir, obviamente, con el actual librecambismo globalista, al servicio de las élites financieras y que trata a los trabajadores como una mercancía más, mientras destruye el medio ambiente.
La Cruz o Aspa de Borgoña es una variante de la Cruz de San Andrés en la que los troncos que forman la cruz aparecen con sus nudos en los lugares donde se cortaron las ramas. Este elemento forma parte de la heráldica española desde 1506, cuando se introdujo con la Guardia Borgoñona de Felipe el Hermoso, consolidado luego, como signo de los Austrias, con Carlos I y mantenido a pesar del cambio de dinastía con los Borbones, hasta el punto de que fue escogido por el bando carlista como símbolo en las guerras dinásticas que sucedieron a la muerte de Fernando VII. Además de con el carlismo, se identifica comúnmente con los tercios españoles y con la época imperial, que usaba una bandera blanca con este símbolo en rojo, bandera que se ha pretendido la primera de España. Aunque, como veremos, esto no es del todo cierto, sí ha sido una de las más significativas de carácter histórico.
La bandera de España, que está formada por tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas, fue adoptada como pabellón nacional en 1785 y ha sido la bandera nacional desde entonces, a excepción de los años de la Segunda República. Buscando antecedentes de enseñas utilizadas como banderas españolas, posiblemente los vexilos, estandartes rígidos con alguna clase de paño, utilizados por los legionarios romanos, fueron las primeras insignias empleadas en la Hispania romana. Los visigodos siguieron utilizando emblemas este tipo, pero fue a partir de la invasión islámica cuando se comenzaron a utilizar lo que actualmente conocemos como «banderas», ya que el uso de tejidos ligeros en los estandartes, como la seda, procede de Oriente y fueron los invasores musulmanes los primeros en implantar su uso en Europa, seguidos por los cruzados, en respuesta a ello. No obstante, aún tardarían en constituir los símbolos principales o más representativos de las naciones como son ahora, utilizándose, durante gran parte de la historia, los escudos de armas familiares de las casas reinantes como señas más significativas.
Durante mucho tiempo se pensó que los modelos que se utilizaron tanto como torrotitos, pabellones y banderas de Tierra en el siglo XVI, tras el matrimonio de Juana I de Castilla, apodada “la loca”, hija de los Reyes Católicos, con el archiduque de Austria Felipe, llamado “el Hermoso”, y que utilizaban la cruz de Borgoña o San Andrés, constituyen las más tempranas divisas asimilables a primigenias banderas “nacionales” de España, pero recientes investigaciones sobre las famosas “cuentas” del Gran Capitán, señalan que no fue así. En efecto, se ha encontrado el documento en el Archivo General de Simancas, que describe el estandarte con el que llegó Fernández de Córdoba en su segunda campaña en Nápoles (entre 1500 y 1504), una bandera cuadrangular, roja y verde, semejante a la actual bandera de Portugal, con el escudo de los Reyes Católicos, con el águila de San Juan, en su centro. Como señalan los investigadores Hugo Vázquez Bravo y Ramón Vega Piniella, esta bandera “posee el privilegio de ser considerada la primera que llevó un ejército español a comienzos de la Edad Moderna”.[5]
No deja de ser cierto, no obstante, que la cruz de Borgoña se convirtió en el símbolo vexilológico por excelencia de España durante el inicio de la edad Moderna, sufriendo ligeras variaciones con cada rey, como en el caso de Felipe II, quien dispuso que el paño blanco donde se situaba la cruz se cambiara al color amarillo.
Felipe V, sustituyó el diseño, por otro con las armas reales sobre paño blanco, propio de los Borbones. Precisamente esta circunstancia dio lugar al diseño de la actual bandera, porque el paño blanco también era utilizado en el siglo XVIII por las distintas ramas borbónicas que reinaban en Francia, Nápoles, Toscana, Parma o Sicilia, además de España, por lo que Carlos III decidió cambiar el pabellón nacional de España para diferenciarse mejor de los de estas otras naciones, primero en el mar, extendiéndose después también a tierra. Con ese fin se organizó un concurso, al que Antonio Valdés y Fernández Bazán, Secretario de Estado y del Despacho Universal de Marina (equivalente al Ministro de Marina) presentó doce propuestas. Se eligieron dos diseños: uno para los buques de guerra (la que luego se consolidó como bandera nacional) y otro para los mercantes, en los que dominaban los colores rojo y amarillo (rojo y gualda), a semejanza del escudo de Aragón. La rojigualda se convirtió en el símbolo nacional por excelencia, porque coincidió con la aparición de las naciones políticas en sentido moderno, por lo que los símbolos dejaron de hacer referencia a las casas reinantes o a los gobernantes, para señalar a toda la nación, y porque, dentro de estos, la bandera ganó el protagonismo que tiene hasta nuestros días.
Durante la Segunda República se modificó la bandera, adoptándose la tricolor (rojo, amarillo y morado) partiendo de la creencia errónea de que el morado era el color utilizado por los comuneros de Castilla, aunque realmente era el carmesí. De este cambio dice el general Vicente Rojo, el más competente militar del bando republicano en la guerra civil:
«La cuestión de la bandera es uno de los motivos que estúpidamente dividen a los españoles y que tiene su origen en la conducta mezquinamente partidaria de nuestros políticos.
El cambio de la Bandera hecho por la República constituyó un grave error:
1º.-Porque no respondía a una aspiración nacional ni siquiera popular. La Bandera Republicana era desconocida por la inmensa mayoría de los españoles.
2º.-Porque se reemplazaba una bandera nacional por una bandera partidaria y con ello se dividía a España.
3º.-Porque no era necesario y consecuentemente solo podía producir complicaciones como ha sucedido.
La bandera que teníamos los españoles no era monárquica sino nacional. (…) Se tomaron colores españoles que venía usando tradicionalmente la Marina de guerra que dieron tono a los guiones reales de los Reyes Católicos (rojo) y de Carlos I (amarillo); que eran también los colores de una enseña tradicional en Aragón, Cataluña y Valencia.
El pueblo no anhelaba incorporar a la bandera el color morado de Castilla. No podía anhelarlo porque la masa del pueblo español ignoraba que el morado fuese el color de Castilla (…).
(…) Los primeros republicanos, más sensatos que los segundos, no impusieron el cambio.
Ni inconmovible, ni imperdurable ni eterna es la bandera tricolor porque no ha nacido del pueblo sino de una minoría sectaria.»[6]
No parece necesario añadir nada más. Resulta curioso que los actuales separatistas catalanes se nieguen a identificarse con la bandera nacional, cuyos colores surgen del escudo de Aragón, igual que los de la bandera catalana, mientras que sí luzcan la de la Segunda República, que es una bandera, digamos, “castellanista”, que incorpora lo que identifica (erróneamente) con el color de los comuneros castellanos.
El himno de España es la Marcha Granadera o Marcha Real de España. Esta melodía ha servido de himno nacional ininterrumpidamente desde el s. XVIII; con la excepción del Trienio Liberal y de la II República, cuando se estableció el himno de Riego, si bien ha habido momentos es que ha ostentado la cooficialidad con otras melodías, como en la Primera República con el citado himno de Riego o en zona nacional en la Guerra Civil, cuando se adoptaron también el Cara al Sol y el Oriamendi. Es uno de los himnos nacionales más antiguos de Europa: su primera mención aparece en 1761 en el “Libro de la ordenanza de los toques de pifanos y tambores que se tocan nuevamente en la infantería” de Manuel de Espinosa de los Monteros. Carlos III la declaró Marcha de Honor el 3 de septiembre de 1770 y fue la costumbre popular lo que lo convirtió de facto en himno nacional, antes de que lo fuese declarado legalmente, durante el reinado de Isabel II. Su versión final es la de Bartolomé Pérez Casas de 1908. Como Marcha Real, acompaña al Rey y al Príncipe de Asturias, como la Marcha de Infantes acompaña a los infantes y a los generales. Esto ocurrió porque los granaderos eran las tropas que, usualmente, desfilaban ante los reyes, de modo que en estas ocasiones se interpretaba su marcha y esta terminó asociándose con la figura del monarca. Es uno de los pocos himnos nacionales que carece de letra oficial, lo que ha dado lugar a algunos debates con ciertas dosis de surrealismo, en torno a eventos deportivos, si bien varios poetas han compuesto versos para esta marcha, destacando los de José María Pemán:
“Viva España,
alzad la frente, hijos
del pueblo español,
que vuelve a resurgir.
Gloria a la Patria
que supo seguir,
sobre el azul del mar
el caminar del sol.
¡Triunfa España!
Los yunques y las ruedas
cantan al compás
del himno de la fe.
Juntos con ellos cantemos de pie
la vida nueva y fuerte del trabajo y paz.”
En determinados momentos se sustituyó “la frente” por “los brazos” y “los yunques y las ruedas” por “los yugos y las flechas”. En ambas versiones, se trata de la letra posiblemente más hermosa de todas las que se han escrito y es una pena que determinados complejos impidan su adopción oficial.
El escudo actual de España tiene como timbre la Corona real, las columnas de Hércules a cada lado, con el lema “Plus Ultra”, soportando la columna derecha la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico y la izquierda la corona real. Los cuarteles, representan los reinos medievales que unidos formaron España: el castillo de la Corona castellana, el león rampante coronado del Reino de León, los cuatro palos (como se denominan las barras en los escudos) de la Corona de Aragón y las cadenas de Navarra. El entado tiene la silueta de una granada en referencia al reino de Granada. En el centro tiene un escusón con tres flores de lis representando a la Casa de Borbón-Anjou, la actual dinastía reinante en España. Este escudo se adoptó por Ley 33/1981, que modificó innecesariamente el anterior, cambiando los símbolos que se identificaban con el franquismo, aunque, como hemos visto, procedían de la historia de España y estigmatizando el escudo anterior como pre- o anticonstitucional, cuando, ciertamente la constitución no dice nada sobre el escudo. Los primeros ejemplares de la constitución actual, de hecho, aparecen con el escudo anterior en la portada, porque dicha norma se aprobó en el 78 y cambio de escudo no se produjo hasta el 81. El águila del escudo vigente durante el franquismo y la transición, no es el águila imperial franquista ni fascista, ni nada de eso, sino el águila de San Juan, que ya hemos visto, propia de la heráldica de Isabel la Católica. El yugo y las flechas no son un símbolo de Falange, sino también de los monarcas que conquistaron Granada, indicativo de unidad y fuerza, y que se solía acompañar por la leyenda “tanto monta”, procedente del nudo gordiano, pero utilizada para expresar la idéntica importancia de los reales esposos. Sustituir esa simbología histórica, enraizada en nuestros mayores periodos de gloria, por la flor de lis borbónica, más bien asociada a la decadencia de España, parece poco sensato y claramente indicativo de la supina ignorancia de quienes la llevaron a cabo.
Como vemos no hay nada particularmente polémico per se en nuestros símbolos. La bandera se basa en los colores del escudo de Aragón, que, como hemos visto, fueron tomados de los de la Santa Sede y esta, a su vez, de los estandartes de la antigua Roma. Nuestro himno[7] surge de un toque militar, elevado a mayor dignidad por aclamación popular, y utilizado, entre otros, por los guerrilleros que se levantaron contra Napoleón. Nuestro escudo, al margen de la eliminación de determinados elementos procedentes de los Reyes Católicos y confundidos con “franquistas” por la ignorancia de nuestros gobernantes, no tiene tampoco otros elementos que los procedentes de los Reinos medievales que protagonizaron la Reconquista y que se exhiben en sus emblemas regionales sin oposición. No parece haber nada que justifique la desafección de determinados sectores sobre ellos.
El ser humano es un animal simbólico y se diferencia de los demás animales en la capacidad para razonar de un modo abstracto, a través de símbolos, lo que le permite, por ejemplo, poseer el lenguaje, utilizar el dinero u obedecer leyes de autoridades cuya legitimidad no resida solo en la fuerza. Lo importante de los símbolos, obviamente, no es su significante, sino su significado. Lo relevante de las banderas, por tanto, no es la tela ni los colores, ni de los himnos lo son sus notas musicales, ni de los escudos la composición de elementos heráldicos, sino aquello que simbolizan, lo que representan. Quienes sentimos amor por la bandera nacional o por los demás símbolos españoles, no amamos el significante, que es puramente anecdótico, amamos a España, su historia y sus gentes. De igual modo, quienes odian, desprecian o ignoran nuestros símbolos tampoco lo hacen por motivos estéticos o superficiales, sino por otros más profundos, arraigados en su psique, tras una continua campaña de auto-odio y auto-desprecio, desde los tiempos en que los enemigos ancestrales de España urdieron la leyenda negra sobre su historia. Partiendo de esta realidad se comprende la gravedad de que nuestras clases dirigentes estén impregnadas de hispanofobia, que es lo que subyace tras el rechazo a nuestros símbolos. Quienes odian a una patria no pueden aspirar a gobernarla, salvo para hundirla.
No parece muy convincente el discurso de algunos sectores, que finge rechazar el patriotismo de “las banderas” para abrazar “el patriotismo de la gente”, compatibilizando su odio a los símbolos nacionales y su extrema tolerancia con los separatistas, cuando no una directa complicidad con ellos, con un fingido patriotismo focalizado en la defensa de los derechos sociales y los servicios públicos. Personalmente, siempre he sido partidario del patriotismo social, aquel en virtud del cual un patriota no puede estar satisfecho mientras un solo compatriota, especialmente aquellos más vulnerables, no puedan desarrollar su proyecto vital con dignidad, mientras un solo joven, una sola mujer, un solo padre de familia o un solo anciano pasen estrecheces, para que otros se enriquezcan indebidamente a su costa. No les falta razón, por tanto, a quienes reprochan a los falsos patriotas ondear las banderas para defender los resultados de cuentas de las empresas que cotizan en el IBEX35, o para sustentar ese capitalismo tan particular que privatiza los beneficios y nacionaliza las pérdidas. Lo que ocurre es que esa legítima denuncia no justifica su hispanofobia ni sus contradicciones.
El problema territorial afecta a los derechos más básicos de los españoles, incluyendo la sanidad o la educación, cuya gestión por los entes autonómicos, en algunos casos en manos de separatistas no ha podido ser más nefasta. Con su hispanofobia, las élites políticas, mediáticas y pseudointelectuales no solo traicionan la causa de la unidad de España, sino que, dado que el separatismo antiespañol está comandado por la burguesía más clasista, insolidaria y reaccionaria de toda Europa, la que presume de no querer que con sus impuestos se ayude a las regiones menos ricas de España, traiciona también la causa de los pobres, de los desfavorecidos, de los trabajadores y de las clases bajas. Al final el patriotismo español será social o no será, y de igual modo, la justicia social, la traeremos los patriotas o no la traerá nadie. Porque, como dijo Ramiro Ledesma y recordó Santiago Abascal (aun sin nombrarlo) en el debate de la campaña electoral de 2019, solo los ricos pueden permitirse el lujo de no tener patria.
Tampoco parece tener sentido culpar de la desafección a los símbolos nacionales a los patriotas que sí los ponen en valor, independientemente de su origen político, bajo acusación de “apropiarse” de ellos. Qué duda cabe que habrá gente criticable tratando de tapar sus vergüenzas con la bandera nacional, como con las banderas regionales[8] que no molestan tanto a los hispanófobos, como con las banderas de cualquier país. Indudablemente el patrioterismo chabacano y zafio, y el nacionalismo chauvinista mueven a la antipatía de aquello que con torpeza defienden, pero eso pasa, como decimos, con todas las banderas en todos los países, y con las banderas regionales en España, tanto como con la nacional, y ello no provoca polémicas artificiales, mostrando aprecio por los símbolos comunes todo el espectro político. Nadie puede “apropiarse” de unos símbolos al usarlos o defenderlos, porque nadie puede impedir a otros que hagan lo mismo. Si en todas partes, todos los sectores utilizan los símbolos comunes y en España solo algunos, la anomalía no está en quien los reverencia, sino en quienes los detestan, y el motivo de que lo hagan así está claro: la asunción de la leyenda negra por nuestras clases dirigentes, con la dosis de hispanofobia y complejo de inferioridad colectivo que comporta, y que nos lleva a esta parálisis depresiva que padecemos.
Absurdo resulta, por tanto, acusar al franquismo de “infectar” determinados símbolos con su uso, ya que tales símbolos no se empleaban como representación del régimen franquista, sino de toda España. El escudo de España vigente en el franquismo (y, como hemos visto, prácticamente toda la transición) no era el escudo de Franco, era el escudo de España. Ya hemos explicado como el antifranquismo institucionalizado por ley amenaza la convivencia, cuestionando los símbolos nacionales, existentes mucho antes de Franco, pero restaurados en algunos casos por este, tras el paréntesis republicano. En la sociedad feudal los símbolos representaban a los gobernantes, pero en las sociedades modernas representan a toda la nación, independientemente de regímenes o ideologías políticas. Esta norma solo la rompen los sistemas totalitarios, que pretenden identificarse con la nación, como la Alemania de Hitler, que adoptó la bandera nazi con la esvástica, para el Reich alemán, o la Unión Soviética, con la bandera roja con la hoz y el martillo. En ese sentido acertó el franquismo escogiendo para España (no para sí mismo) símbolos enraizados en su historia, procedentes de los Reyes Católicos, y erró la Segunda República, como observó Vicente Rojo, cambiando la bandera, o la actual clase política, confundiendo con “franquistas” elementos heráldicos con 500 años de antigüedad. En todo caso, no se puede aceptar la reductio ad francum de dar por malo todo lo que se pusiera en valor durante el franquismo, ni puede esto servir de excusa, porque como hemos visto, la hispanofobia de nuestras élites empieza mucho antes del nacimiento del General.
Como nota esperanzadora, podemos apuntar un cambio cultural operado con motivo de la vergüenza nacional profunda que ha supuesto el “procés” separatista catalán con la huida inverosímil de Puigdemont a Bélgica, y que parece representar un punto de inflexión, como si España hubiera ya tocado fondo en la humillación de sí misma y solo nos quedara la posibilidad de volver a ascender. Así, en medio del oprobio y de la incompetencia de nuestros políticos, el pueblo español dio, como decimos, una lección de dignidad y desempolvó sus banderas nacionales para colgarlas en los balcones y sacarlas a las manifestaciones antiseparatistas, banderas que hemos vuelto a ver con crespones negros con motivo de la pandemia por Coronavirus y en las protestas por la mala gestión del gobierno de la misma. De pronto, de estar arrinconados nuestros símbolos pasaron a ostentar un cierto protagonismo. Artistas cantaban versiones pop de nuestro himno con letras inventadas, diseñadoras lo usaban en sus desfiles o pinchadiscos o lo incluían en sus repertorios. Pulseras, accesorios para el coche o, incluso, mascarillas durante la pandemia de Coronavirus, se han teñido de repente con los colores de la bandera nacional, ante la rabia de los de siempre. Puede ser el principio de una transformación mayor y cruzamos los dedos para que así sea.
En definitiva, los símbolos nacionales son de todos, y a todos nos corresponde darles su justo valor, porque nos representan como pueblo y como patria, y de su revalorización dependerá, en gran parte, superar nuestra depresión suicida, aprovechar las oportunidades que se nos brinden y dar a nuestros hijos un futuro mejor. En todo caso, no parece que estas polémicas y debates eternos, absurdos y autodestructivos la mayor parte de las veces, se deban a ningún supuesto defecto de nuestro carácter, como la falta de disciplina, el individualismo, el inconformismo o una tendencia cainita a enfrentarnos entre nosotros, se trata más bien del síntoma de una enfermedad más profunda, inducida desde fuera, pero aceptada desde dentro, causada por la monumental campaña de infundios que ha terminado por convencernos de la necesidad de odiarnos a nosotros mismos. Nada hay en nuestra idiosincrasia, en nuestra historia, en nuestros símbolos ni en nuestra naturaleza que deba avergonzarnos. Cuando comprendamos esto, estaremos curados de nuestra enfermedad, se abrirá un mundo de posibilidades excitantes delante de nuestros ojos y no habrá nada que no podamos lograr como pueblo.
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[1] Puede encontrarse más información al respecto en: Menéndez Pidal, Gonzalo; El lábaro de la Reconquista. Cruces asturianas y cruces visigodas. Boletín de la Real Academia de la Historia, t 136 (1955), y en: Monosís, Enrique; Cruz Visigoda como Lábaro de la Reconquista. Tierra y Pueblo nº1 (Valencia).
[2] Vidal, César y Jimenez Losantos, Federico, Historia de España, ed. Booket, págs. 200-201.
[3] César Cervera refiere la historia en el artículo “Ni fascista ni franquista: el verdadero origen del Águila de San Juan en el escudo de España” publicado en ABC en fecha 04/12/2018
[4]«Y enfrente del solio había como un mar transparente de vidrio semejante el cristal; y en medio del espacio en que estaba el trono, y alrededor de él, cuatro animales, llenos de ojos delante y detrás. Era el primer animal parecido al León, y el segundo a un becerro, y el tercer animal tenía cara como de hombre, y el cuarto animal semejante a un águila volando. Cada uno de los cuatro animales tenía seis alas, y por afuera de las alas, y por adentro estaban llenos de ojos: y no reposaban de día y de noche». Apocalipsis (4, 6-8)
[5] Trabajo de investigación de Hugo Vázquez Bravo (Universidad de Oviedo y Centro de Estudios Borjanos) y Ramón Vega Piniella (Universidad de Oviedo, Museo Naval y Fundación Alvargonzález). Se puede encontrar información y la reconstrucción del estandarte en el artículo de Javier Bragado en el Diario Montañés de 11 junio 2018
[6] Artículo de Vicente Rojo desde el exilio
[7] Como dato anecdótico de lo arraigado del odio a nuestros símbolos en determinados sectores, Pablo Iglesias, líder de Podemos y vicepresidente del gobierno en el ejecutivo de Pedro Sánchez, llamó al himno nacional “cutre pachanga fachosa” en un artículo.
[8] Recordemos al Pujol de las cuentas en Suiza y Andorra envolverse en la cuatribarrada y acusar de “atacar a Cataluña” a quienes criticasen sus expolios en, por ejemplo, Banca Catalana.
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