l 5 de octubre de 2022, el senado aprobaba la nueva Ley de Memoria Democrática que declara ilegal el franquismo y abre la puerta a la exhumación de José Antonio Primo de Rivera del Valle de los Caídos y a la ilegalización de asociaciones como la Fundación Nacional Francisco Franco. El 6 de octubre de 2022, recién aprobada la nueva ley, el gobierno anunció su intención de exhumar los restos de José Antonio Primo de Rivera y del general Queipo de Llano. La familia Primo de Rivera, para evitar el espectáculo, decidió adelantarse y solicitar ellos mismos la exhumación, poco después. No podemos reprocharle nada a la familia porque no somos quienes para juzgarla. Quizá nosotros en su lugar actuaríamos de manera diferente, porque es un derecho oponerse a la iniquidad y aunque, finalmente, la injusticia no pueda evitarse, cuanta mayor es la resistencia más expuesto queda lo despreciable de la conducta del gobierno, pero la familia tiene su propio criterio y hacen lo que creen mejor para la dignidad de su ser querido, lo que no puede ser censurable.
George Orwell describe en su novela 1984 una sociedad totalitaria en la que se emplean varios métodos de manipulación y control social. Uno de ellos son los 10 minutos de odio, en los que una pantalla muestra a Goldstein, trasunto del Trotsky considerado traidor por Stalin, al que los habitantes de esa sociedad distópica insultan durante 10 minutos todos los días, como catarsis colectiva. Un enemigo creado artificialmente al que atacar irracionalmente como mecanismo de alienación social al servicio del poder establecido. ¿Puede haber alguna duda de que el equivalente a los 10 minutos de odio en nuestra sociedad, cada vez más parecida a una ucronía totalitaria, es el antifranquismo extemporáneo oficial, replicado por las televisiones, y en particular, los ataques continuos al Valle de los Caídos?
En nuestro caso, los 10 minutos de odio alcanzan a un porcentaje significativo de la programación de la Sexta (aunque ninguna televisión generalista es ajena a él) que parece más preocupada de la España del 36 que de la de 2021, y tiene el toque macabro de las profanaciones de tumbas como elemento de vileza especialmente repugnante. Lo vimos en el caso de la profanación de la tumba de Franco, Jefe de Estado español de la mayor parte del siglo XX y parte de nuestra historia, se tenga de él la consideración histórica que se tenga, y lo vamos a ver si las tensiones parlamentarias no lo remedian con un adelanto electoral, con la de José Antonio Primo de Rivera, lo que es todavía más grave, porque si profanar los restos de un Jefe de Estado español es una bajeza, profanar los de un hombre que murió asesinado es una villanía, y el detalle, que no es menor, de que los profanadores se consideren herederos políticos de los asesinos, lo convierte en una acción despreciable hija de un fanatismo totalitario y peligroso.
En 1930, el general Primo de Rivera, traicionado por los burócratas desplazados del poder, por la clase pseudo-intelectual y, finalmente, por el propio Rey que le había promocionado al poder, presentó su dimisión y se marchó a París, donde murió al poco tiempo. Su hijo José Antonio escribiría un artículo titulado La hora de los enanos, donde reprocharía a la intelectualidad de la época que le diera la espalda, perdiendo la oportunidad de sustentar al “cirujano de hierro” al que los regeneracionistas y la Generación del 98 habían reclamado: “Contra la obra ingente de seis años –orden, paz, riqueza, trabajo, cultura, dignidad, alegría–, las fórmulas apolilladas de antaño”. Onésimo Redondo, en la misma línea, afirmaría: “Exigen responsabilidades a una dictadura que fue leal y benéfica, sin otros traidores que los socialistas adheridos a ella, y al mismo tiempo ejercen la dictadura del enchufe, de los monopolios inmorales, del crimen en las calles y del acceso a la conciencia cristiana del país.” Parece escrito hoy en día respecto a otros socialistas y a otro dictador.
Esta circunstancia decidió a José Antonio, abogado de vocación, a entrar en política para defender la memoria de su padre. Pronto su acción política trascendió esta motivación inicial para defender la unidad de España y la justicia social. Frente a Ledesma, que es un fascista más ortodoxo, más a la europea, incluso con algún elemento “nacional-bolchevique” por su defensa de la Unión Soviética, José Antonio representa un pensamiento más autóctono, más en la línea de la tradición hispana, que pone en mayor valor el catolicismo y que utiliza un lenguaje poético, que no debe ocultar la profundidad de su pensamiento.
En sus discursos, José Antonio critica la modernidad representada en Rousseau “un hombre nefasto” que sostenía “que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad”, al estado liberal, basado en esta doctrina, que “vino a constituirse no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales”, que además traiciona a los más desfavorecidos: “Y así, mientras vosotros pasabais los rigores del frío y del calor doblados sobre una tierra que no iba a ser vuestra nunca, soportando la enfermedad, la miseria y la ignorancia, las leyes escritas por gentes de la ciudad os escarnecían con la burla de deciros que erais libres y soberanos”.
Porque para José Antonio, el estado debe ser el realizador de misiones históricas, como cuando “tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad”. Para conseguirlo, España debe librarse de las divisiones entre partidos, nacionalismos periféricos y clases sociales, para alcanzar la “unidad espiritual” y ser capaces de “participar con voz preeminente en las empresas espirituales del mundo”. También diferencia entre el nacionalismo entendido como el egoísmo de los pueblos y el individualismo de las naciones, del verdadero patriotismo, afirmando que “no somos nacionalistas, somos españoles, que es una de las pocas cosas serias que se pueden ser en este mundo”.
Desde luego, se puede discrepar de estos planteamientos y más en esta época de triunfo de la democracia liberal parlamentaria a la que José Antonio, ciertamente, no le tenía mucho aprecio, pero nadie podrá poner en duda su patriotismo ni la profundidad de su mensaje ni su preocupación por la justicia. Presentarlo como un mero “matón fascista” es faltar a la verdad.
José Antonio fue encarcelado en el 36, en Alicante, se le realizó una pantomima de juicio donde fue condenado a muerte y se le asesinó como a Maeztu y a tantos otros, representando la víctima “oficial” del bando nacional, la que simboliza a todas las demás, como García Lorca representaba a las del bando republicano. Paradójicamente, José Antonio y García Lorca se conocían y eran amigos, teniendo amigos íntimos en común como Rosales o Agustín de Foxá. Un dato para reflexionar sobre el mito de “las dos Españas” que, si no lo desmiente, sí que lo redimensiona. Si hay dos Españas no son izquierdas y derechas, sino asesinos y víctimas, y tanto unos como otras, estuvieron repartidos en ambos bandos del conflicto.
En su testamento José Antonio declaró: “Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas calidades entrañables, la Patria, el Pan y la Justicia.” Ese es el hombre al que, ahora, unos seres absolutamente despreciables quieren desenterrar.
Espectacular artículo. Mi más sincera felicitación