Si las pasadas elecciones que ganó Trump en USA fueron las más sorprendentes de la historia, las recientes que parece haber ganado Biden, a falta de las acciones judiciales que pueda interponer Trump, ante las sospechas de fraude, han sido las más controvertidas.
Trump, con todas sus peculiaridades, ha sido el mejor presidente de la historia reciente de USA y el único que ha representado una esperanza creíble de cambio en un status quo político inmóvil desde hacía décadas. Su elección escenificó un cambio ideológico, un rechazo a la inmigración, a la deslocalización, a la desindustrialización, a la pérdida de identidad y, en definitiva, a la globalización y a los planes ya poco disimulados de las élites. Y una enmienda también a la política exterior norteamericana tradicional, un hartazgo de las mentiras y las incongruencias de una posición que ya es indefendible. Precisamente para abortar ese cambio, la presión de la prensa del sistema no se ha detenido ante nada. Las campañas contra Trump han sido continuas y asfixiantes. Llaman racistas, xenófobos o irracionales a quienes votan en base a criterios que ellos, pobres peleles del sistema agarrados a certidumbres que se tambalean, no entienden. No comprenden que el eje político izquierdas-derechas está dando paso a uno nuevo, globalistas-identitarios, que los planes de unas élites sin más dios ni más patria que el dinero comienzan a encontrar resistencia en una población que se niega al suicidio colectivo. Y mientras no lo entiendan, seguirán en fuera de juego.
Quienes pretenden explicar el fenómeno Trump como una reminiscencia del racismo histórico de los norteamericanos, latente aún en su inconsciente colectivo, se esfuerzan en no entender nada. Un país racista no hubiera elegido a un presidente negro ni lo hubiera reelegido 4 años después. ¿El racismo no impidió elegir a Obama, pero frustra las aspiraciones de una rubia de ojos azules liberal como Hillary o pone contra las cuerdas desmintiendo a todas las encuestas a un patriarca blanco como Biden? Es absurdo. Lo que sí que se detecta es un gran rechazo a la inmigración masiva, incluso por los propios inmigrantes ya asentados. Las clases populares norteamericanas van dándose cuenta, como ocurre ya en casi toda Europa, de que bajo la treta de la “multiculturalidad”, la intención real de quienes estimulan la inmigración ilegal masiva es contar con mano de obra barata indefinida y forzar los salarios a la baja.
Biden, como vicepresidente con Obama y Hillary Clinton, como Secretaria de Estado (equivalente americano al ministerio de exteriores y puesto clave en el diseño de la estrategia militar estadounidense) fueron, junto con el propio Obama, los principales responsables de la estrategia del caos en oriente medio, de las primaveras árabes, de la crisis de Libia y, sobre todo, de la guerra de Siria, que costó la vida a cientos de miles de personas. Sus posicionamientos económicos, como correveidile de los lobbies financieros, no augura con Biden ningún cambio positivo. Biden, como Clinton antes, es el candidato de la banca, de la industria armamentística, de las multinacionales abortistas, etc…
La derecha alternativa americana y europea muestra como una de sus constantes ideológicas la oposición a la dictadura de género y al feminismo radical, pero ello no denota misoginia, como la propaganda progresista pretende afirmar, sino más bien lo contrario. De hecho, el patriotismo antiglobalista parece el único movimiento capaz de defender la igualdad y la dignidad de las mujeres frente a la inmigración masiva portadora de una cultura misógina, como es en muchos aspectos la musulmana.
Gran parte del rechazo a Bush, que motivó la llegada de Obama al poder, fue por su política exterior. Los estadounidenses se cansaron de mentiras y de tomaduras de pelo: ni había armas de destrucción masiva en Irak ni eliminar a Sadam Hussein hizo del mundo un lugar más seguro. Ver esos errores repetidos por la administración Obama, con Biden de vicepresidente y Hillary Clinton como Secretaria de Estado, fue traumático para muchos de sus votantes. Obama, como flamante premio nobel de la paz, Biden y Clinton, seguían la estrategia del caos insinuada por Bush, alentando las primaveras árabes y financiando, entrenando y armando a los rebeldes en Libia y Siria, lo que provocó la caída de Gadafi, inaugurando un periodo de inestabilidad, en la primera, y una guerra civil en la segunda, cuyas consecuencias aún sufrimos. El hastío de los norteamericanos por una política que, acertadamente, juzgan absurda, y cuyas demandas de cambio han visto defraudadas una y otra vez, impulsó a Trump a la presidencia. Es probable que con Biden, el poderoso ejército estadounidense vuelva a ser la policía del mundo al servicio de las élites globalistas.
Una prueba de lo fácil que es manipular a un progre son las elecciones americanas. Los mismos que abominaron contra Bush, que llevan décadas acusando a USA de imperialista, que no hacen más que repetir que “no a la guerra” y que USA debe cambiar su política exterior intervencionista y agresiva, cuando por primera vez en la historia reciente hay un presidente que no empieza una guerra, lo satanizan y apoyan sin reservas al candidato de la industria armamentística y los belicistas. ¿Se puede ser más estúpido?
La coerción sobre Trump, cuya elección fue la mayor derrota del establishment en toda la historia de EE.UU. ha sido brutal, a campaña diaria en su contra, rozando el golpismo, seguida con una unanimidad bobina por los medios de todo el mundo, llegando al paroxismo con la violencia desatada por el “balck lives matter”, bendecida por medios y políticos del establishment, lo que ha servido para dividir y enfrentar a los norteamericanos mucho más que los excesos verbales del propio Trump.
En esta pugna entre el estado profundo y los deseos innovadores de la administración Trump, hemos visto sucederse los granos de cal y de arena, con un contrato milmillonario de venta de armas con Arabia Saudí a instancias de Kushner, los ataques a Siria, o la proclamación de Jerusalén como capital de Israel entre las concesiones o los errores. La definitiva pacificación de Siria, permitiendo la derrota del Estado islámico a manos, principalmente, de Rusia, y la ya a todas luces inevitable permanencia del aliado de Putin, Al Assad, en el poder sirio, renunciando a mantener uno de los conflictos generados por la irresponsabilidad y la psicopatía de la dupla Obama-Clinton, que más dolor y muerte han generado en el mundo, a través primero de la anulación del programa de la CIA para entrenar, armar y financiar a los rebeldes sirios, y, finalmente, de la retirada de tropas de la zona, sería la pieza de cal, la nota positiva.
A nivel interno, Trump ha aplicado determinadas partes de su programa con cierta dificultad generada por la oposición del establishment. Logró eliminar el “obama care”, la fracasada reforma sanitaria de Obama, a trompicones y ha aprobado su ambiciosa reforma fiscal (imperfecta por venir contaminada de veleidades liberaloides, pero en el buen camino) que ha producido máximos en bolsa y buenas perspectivas económicas. Quedó por desarrollar su política anti-inmigración bloqueada por el sistema tanto político como judicial, lo que llevó incluso a la paralización de la administración estadounidense durante varias semanas, ante la negativa del legislativo a financiar su famoso muro fronterizo con Méjico.
Si Obama, el simpático Obama, el premio nobel de la paz que, junto a su vicepresidente Biden y a su Secretaria de Estado Hillary, provocó la terrible guerra de Siria entre otras catástrofes, Obama el amigo de los actores, el que se preocupa por su mujer cuando sale del coche, el primer presidente afroamericano de la historia de los Estado Unidos, el que hizo llorar a Opra y a tanto otros con su elección, terminó sus dos mandatos con más paro, más deuda, los impuestos más altos, la bolsa más baja y el mundo más inseguro que cuando empezó; Trump, el antipático Trump, el que insultó a los mejicanos, el que según el unánime juicio de la prensa es xenófobo, machista y grotesco, el que se peina raro, en su primer mandato a pesar de los palos en las ruedas, de la oposición golpista y de la pandemia de coronavirus chino ha conseguido que el paro sea más bajo que cuando llegó al poder, la deuda también está más baja, así como los impuestos, la bolsa marca máximos históricos desde antes de la crisis y el mundo es un lugar más seguro al haberse relajado la tensión con Rusia a pesar de los intentos del establisment por lo contrario y al haberse pacificado Siria. O bien Obama no es tan bueno como pretende la prensa o Trump no es tan malo o un poco de ambas.
En ese clima todo hacía presagiar una arrolladora victoria de Trump, basada en sus buenos resultados económicos, cuando llegó la pandemia de coronavirus. Gestionar una situación como esa con el 90% de los medios en contra no debe ser fácil, más aún desde la cultura estadounidense, prototípicamente liberal e individualista y sin sistema sanitario público consolidado. Eso, junto al citado movimiento “black lives matter”, puso al gris Biden por delante en las encuestas con una ventaja considerable, dando por segura su victoria. No obstante, la realidad electoral volvió a poner a cada uno en su sitio y los resultados arrojaron un empate técnico que desdecía la supuesta movilización arrolladora de los estadounidenses para “echar a Trump”. Los primeros resultados parecían dar a entender una reelección del republicano, que iba por delante en todos los estados clave en el recuento, con más del 90% escrutado. Sin embargo, en un sospechoso vuelco final, que parece vulnerar todas las leyes de la probabilidad y la estadística, Biden con resultados arrolladores en los últimos momentos del recuento y en el voto por correo, tomó ventaja entre acusaciones de fraude de Trump censuradas por la prensa del establishment.
En la segunda parte de este artículo estudiaremos si tales acusaciones de fraude tienen fundamento y cuál es la perspectiva que se les abre ahora a los estadounidenses.
Estupendo análisis
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