Imagine el lector que está hablando por teléfono con un familiar o un amigo y en el transcurso de la conversación, centrada en asuntos personales, surge el tema político. Aun no viviendo de la política e interesándole esta, relativamente poco, suponga que comete la osadía de criticar al gobierno o defender al candidato de su gusto, políticamente incorrecto y satanizado por los medios, o de expresar cualquier otra opinión polémica o crítica con respecto a asuntos sensibles como la inmigración la ideología de género u otros. Imagine el lector que, en ese momento escucha una voz que dice: «su operador telefónico le informa de que no está permitido por las normas de la compañía propagar bulos contra el gobierno o lanzar mensajes de odio entendiendo por tales el apoyo a candidatos o partidos extremistas». Supongo que el lector se quedaría pasmado ante esa injerencia en su intimidad y en su libertad.
Imaginemos que, aun así, la conversación prosigue hasta que vuelve a surgir el tema político y el lector de nuevo, expresa ideas polémicas o políticamente incorrectas porque las considera ciertas e importantes y, simplemente, porque le da la gana y está en su derecho, pero esta vez, la comunicación directamente se corta y una vocecita le informa que su línea ha sido revocada por incitar a la violencia con sus opiniones políticas.
Seguramente esto nos parecería inimaginable, un totalitarismo atroz, propio de distopias de ciencia ficción. Pues bien, esto es lo que está ocurriendo ahora mismo, pero con las redes sociales en lugar de con los teléfonos, con motivo de las elecciones estadounidenses y la censura a Trump y a muchos de sus seguidores, ampliada ahora a VOX en España, cuya cuenta de Twitter ha sido cancelada ante el inminente comienzo de la campaña electoral de las elecciones catalanas. Mucha gente no se da cuenta porque no nos tomamos las redes sociales con la seriedad que merecen y, sobre todo, porque Trump cae mal a muchos (inducidos por una propaganda contra él asfixiante) y, por tanto, no perciben la deriva totalitaria de las grandes tecnológicas al servicio del statu quo y del estado profundo. Mientras la censura sea contra los demás, dicen o piensan algunos, mientras sea contra los partidarios de un señor que nos cae antipático, mientras sea en defensa de la corrección política, que aprobamos, no tenemos nada que temer. Grave error.
Es evidente que los dueños de Facebook, Twitter, Amazon o Google tienen sus ideas políticas y, sobre todo, sus intereses económicos y que, por tanto, no van a arbitrar con ecuanimidad los debates políticos, sino que los van a manipular al servicio de sus intereses. ¿Piensa algún ingenuo en la intrínseca bondad de los dueños del mundo? ¿Cómo no estremecerse ante la facilidad como han hundido a Parler, la red social alternativa en la que se refugiaron muchos seguidores de Trump, hasta el punto de llevarla a la desaparición y a su responsable a ocultarse denunciando amenazas de muerte?
La ucronía totalitaria, la distopía sobre un mundo controlado por las big data ya no es ciencia ficción, ya lo tenemos aquí, mientras algunos necios aplauden bobalicones viendo esfumarse su libertad.
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