Oficialmente, el asesinato del coronel Muammar el Gadafi tuvo lugar a las afueras de Sirte, su ciudad natal. Ocurrió el 20 de octubre de 2011. El máximo mandatario libio contaba con 69 años de edad. Según la historiografía oficial, miembros de un autodenominado “Consejo Nacional para la Transición” se lo llevaron por delante con dos balas en el estómago y otra en la sien.
Aunque es bien sabido que quienes estuvieron detrás de la masacre no fueron los “demócratas libertadores” —quienes, eso sí, apretaron el gatillo y pasearon “ad nauseam” el cadáver por delante de los camarógrafos de Al Jazeera TV—, sino la CIA norteamericana, el MI6 británico y los servicios secretos franceses. O sea, la OTAN.
En sus últimos años de gobierno, Muammar el Gadafi había pretendido abandonar su leyenda de “bad boy” en el desván del olvido para convertirse en un buen —y homologable— chico de negocios “a la europea”. Tanto es así que, entre otros juegos malabares, el Gadafi financió la campaña electoral de 2007 que llevó a Nicolas Sarkozy a la presidencia de la República francesa, y tuvo negocios con Silvio Berlusconi. Si bien la puñalada de Sarkozy no le sorprendió lo más mínimo —¿a quién podría sorprenderle una puñalada de Sarkozy?—, Muammar el Gadafi sintió un fuerte desgarro cuando supo de primera mano que su buen amigo “Il Cavaliere” estaba en la conspiración que acabará con su vida.
La independencia real de Libia —la nominal se había producido dieciocho años antes— llegó en 1969, cuando una rebelión militar instauró un Consejo Revolucionario, presidido por el propio Muammar el Gadafi. Este Consejo Revolucionario consiguió, entre otros logos, salvaguardar la soberanía del país, nacionalizar el petróleo libio, llevar a la nación norteafricana al primer puesto en renta per cápita del continente, y conseguir para los libios una esperanza de vida fijada en los 75 años. Casi nada.
Tras la caída del Régimen revolucionario, Libia se ha convertido en un avispero ingobernable, en un macrocentro de exportación a Europa de inmigrantes y, por su puesto, con unas exportaciones de crudo hipotecadas por países extranjeros: Alemania, España, Francia, Estados Unidos…
¿Cuál fue el pecado mortal de Muammar el Gadafi? ¿Su alineamiento con Moscú? ¿Su coqueteo durante un determinado espacio de tiempo con el terrorismo internacional? ¿El deseo explícito del “dictador” para que no metieran las grandes compañías petrolíferas sus narices en las reservas libias?
No muchas horas después del asesinato de Muammar el Gadafi, se produjo un “fin de fiesta” que tuvo como colofón unas palabras de Hillary Clinton, por entonces secretaria de Estado con Barack Obama, en la propia Libia: “vine, ví y él murió”, que tanto nos recuerdan al “Veni, vidi, vici” de Julio César.
Eso fue lo que se nos quedó en la retina. Pero hay más.
Años después, han salido a la luz pública unos correos electrónicos de la propia sra. Clinton que vendrían a demostrar que los yankis no tenían la menor intención de convertir Libia en un “democracia” —como efectivamente así ha sido—, sino que el terrible yerro de Muammar el Gadafi habría sido la idea de la creación de un “dinar de oro”, una suerte de moneda común para los países africanos que, según el coronel, debería haber sido vehículo de “independencia” para un continente que empezaba a hartarse de los descolonizadores/neocolonizadores. La “insolencia” de el Gadafi iba más allá de impedir la humillación y el saqueo del país: ¡pretendió desplazar, nada más y nada menos, al sacrosanto dólar USA de las transacciones comerciales continentales!
Esta tesis a mi me parece bastante plausible y, en cierto modo, explicaría los espumarajos en la boca y los dicterios incendiarios de Washington y su patio trasero —léase Eurolandia— contra Xi Jinping, Vladimir Putin y demás miembros de la banda de los BRICS. Éstos últimos parecen haberse tomado muy en serio la versión 2.0 del “dinar de oro”.
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