Autor: Juanma Badenas
Publicado originalmente en El Manifiesto.
Con poca o mucha fortuna, hemos tenido la suerte de vivir lo que algunos consideraron “el fin de la historia”. Una perogrullada egocéntrica que sólo se le podía ocurrir (y tolerar) a un profesor y asesor del gobierno norteamericano con pinta de japonés. Si bien hay que reconocer que fue referida a un periodo del acontecer occidental que se consideraba venturoso. De este asunto ahora todos hablan, escriben y perjuran (lo cual ha estado a punto de empujarme a cambiar el comienzo de este artículo).
Llegar a aquel falso (mas, como digo, temporalmente dichoso) remate, imaginado por Francis Fukuyama, costó a los europeos montañas de muertos, enorme esfuerzo y muchísimo rechinar de dientes. Nos hemos matado los unos a los otros durante siglos (incluso a nosotros mismos en guerras civiles), para llegar a lo que el jurista alemán Hermann Heller definió, por primera vez, como “Estado de derecho”; cosa que, dicho sea de paso, fuera de los países occidentales, apenas ha existido ni existe.
Lo anterior corrobora que el Estado de derecho es un invento nuestro y que sólo entre nosotros, los occidentales, es posible. Pregunten a un disidente árabe o chino qué clase de “Estado de derecho” existe en sus naciones, probablemente les conteste que hubo una vez un periodista saudí que fue al consulado de su país, en Estambul, para tramitar unos documentos —porque el pobre se quería casar— y terminó descuartizado. Si esto ocurre en las oficinas consulares, ¿qué nivel de garantías tendrán los súbditos de ese mismo país dentro de sus fronteras? No hace falta tampoco que les recuerde el calvario que antes de morir sufrió aquel oftalmólogo chino que tuvo la desfachatez de advertir sobre el posible brote de una enfermedad capaz de producir un síndrome respiratorio agudo grave. Ni que existen cárceles en China donde algunos presos condenados a muerte esperan el día de su ejecución para que puedan ser extraídos sus órganos, que no se sabe si serán vendidos al mejor postor o acabarán en las entrañas de algún miembro del Partido Comunista.
Sin nación no hay Estado. y sin éste, como es obvio, tampoco Estado de derecho. A los Estados sin nación les ocurre lo que a las plataformas marinas que unos locos construyeron frente a las costas de Gran Bretaña y de Italia, por ejemplo, para fundar nuevos reinos. Bastaron un par de cañonazos, por parte de la marina de los (verdaderos) Estados ribereños, para acabar con tales tonterías. Al fondo del mar fueron a parar los falsos títulos nobiliarios y los supuestos paraísos fiscales, con gran ridículo para sus monarcas de pega. Al mismo fondo del mar al que todos (empezando por los mandamases de la OTAN) envían ahora el libro de Francis Fukuyama sobre El fin de la historia y el último hombre, de 1992.
Llegar a aquella especie de Pax Americana (porque se decía que el garante de la libertad y del orden mundial era Estados Unidos) creída por muchísimos, entonces no fue, como decía, nada fácil y mucho menos gratuito.
Sin constituir tal Pax el fin de la historia, sin embargo, ofrecía un aspecto estable donde el Estado de derecho, y todo lo que ello implica, parecía bastante a salvo: división de poderes, libertad de prensa, un sufragio universal creíble y aparentemente decisorio (pues, en verdad, las élites siempre son las que mandan, si bien entonces parecían hacerlo no tan descaradamente) y, lo que es más importante, derechos fundamentales y constituciones soberanas.
Al menos por un tiempo, los pueblos occidentales (cada uno de ellos y sus habitantes también, quiero decir) parecieron ser dueños de su destino. A ello se llegó tras la Segunda Guerra Mundial y, sobre todo, el colapso de la URSS. Muchos pensaron, como digo, que seriamos felices para siempre, nunca bajaría el precio de los pisos, no habría guerras en Occidente y comeríamos perdices, democráticamente, con los tres poderes bien separados, como le gustaba al barón de Montesquieu. Aunque ahora diríase que los poderes están espatarrados; y que uno de ellos se la mete (metafóricamente) a los otros dos.
En España, el arranque del siglo XXI ofrecía un panorama relativamente aceptable. Nuestra democracia parlamentaria semejaba estar consolidada o consolidándose. Los ciudadanos confiaban en una mínima lealtad y eficacia del Gobierno y de las restantes instituciones. Nada que ver con lo que ocurre actualmente. Y, aunque sabíamos que aquello no era perfecto, al menos pensábamos que servía para garantizar un cierto estado de cosas.
Esas cosas han cambiado mucho y, en España, resulta muy difícil saber a qué atenerse; pues la confianza, la lealtad y la eficacia institucionales escasean.
Como es sabido —incluso por quienes votan al PSOE, ya lo hagan por interés o ceguera ideológica impostada, pues los hechos cantan por sí mismos—, nuestro Gobierno es todo menos leal con los españoles (tampoco los dos o tres que le precedieron lo fueron mucho, que todo hay que decirlo, ya que ni Zapatero ni Rajoy han sido los políticos más leales que España ha tenido). Su eficacia económica, política, etc., tampoco es algo de lo que pueda enorgullecerse el gobierno sanchista. Valga como muestra el que nuestro país se ha convertido en la nación europea más golpeada por la inflación y más retrasada a la hora del recuperar el PIB que tenía antes de la crisis provocada por el Coronavirus. Si nos fijamos en el problema catalán, tampoco parece que los últimos Gobiernos españoles hayan hecho mucho por solucionarlo, más bien diríase que lo han ido agravando uno tras otro. Por tanto, en política tampoco han sido muy eficaces.
Respecto a los Gobiernos de las Comunidades Autónomas, con el paso del tiempo se ha podido comprobar que junto al despilfarro que producen son meras oficinas de colocación de políticos peor que mediocres (los sólo mediocres se los reserva para sí el Gobierno de la nación) y también nidos de corrupción.
El Tribunal Constitucional, colonizado por los partidos políticos, en lugar de dar seguridad al sistema en su conjunto nos tiene a todos en un ay porque, respecto de cada asunto, no sabemos si se inclinará, al dictar sus sentencias, por aplicar criterios jurídicos, políticos o morales. Aunque estamos muy seguros, segurísimos, de que las dictará con mucho retraso, para que cuando lo haga no sirvan para nada y el Gobierno —o el Parlamento— hayan consolidado de hecho la norma cuestionada. No es menester que ponga ejemplos, los hay muy variados.
El funcionamiento de los partidos políticos —estructuras que operan para su propio beneficio— no es democrático, tal y como exige la Constitución. No permiten que en su seno se cultiven ideas mínimamente aprovechables, llenando el Congreso de los Diputados y el Senado de personas que no saben de nada, o un poco de muy poco. Menos mal que la Unión Europea y la ONU a veces nos mandan las leyes ya redactadas; aunque no sepamos muy bien quien las ha inspirado ni a que intereses verdaderamente responden. La transparencia en las organizaciones internacionales no abunda mucho tampoco, pero tales organizaciones regulan más de lo que somos capaces de percibir.
Pero éste, aunque lo parezca, no es un artículo nostálgico, sino una llamada a la acción. Sabiendo que las cosas pueden ser mejores (porque lo han sido, o al menos lo han parecido), no podemos resignarnos ni consentir que no lo sean. Sería ser demasiado egoístas conformarnos con haber vivido mejor, con más derechos, libertad y esperanza que los que ahora tienen o podrán tener nuestros hijos y nietos (e incluso nuestros compatriotas coetáneos), si nos quedamos impasibles. Para que los españoles sigan o vuelvan a ser libres —y vivir en algo parecido a un Estado de derecho— es necesario restaurar la soberanía nacional. Nación y derechos es nuestro lema. Puede haber nación sin derechos, pero no derechos sin una nación que los garantice.
Como ya sabemos, los españoles tenemos una Constitución, pero muchos dudamos de que en verdad se esté aplicando. El Gobierno, e incluso el poder legislativo, emana actos y normas manifiestamente contrarios a la Constitución, y cuando los tribunales —particularmente el Constitucional— se manifiestan lo hacen de forma politizada o muy a destiempo, como he dicho. Causó estupor durante las fases agudas de la Covid-19 ver comportarse a los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades Autónomas como meras prolongaciones, restrictivas de derechos fundamentales, de los Gobiernos autonómicos. Posiblemente ni los jueces del franquismo se habrían rebajado tanto. Tal es, como vemos, la separación de poderes que rige en España que ni los propios tribunales hacen uso de ella, por miedo a sufrir las consecuencias políticas y morales que les sobrevendrían por aplicarla.
Los medios de comunicación subvencionados se autocensuran y en lo verdaderamente importante, como es la defensa de los derechos fundamentales y del Estado de derecho, se muestran complacientes con quien restringe esos derechos y actúa contra la Constitución. Sólo un año y medio o dos años después, cuando el Tribunal Constitucional, por fin, se atreve a resolver sobre los recursos de inconstitucionalidad planteados contra normas restrictivas de derechos fundamentales, los medios de masas se hacen eco del contenido de las sentencias (¿qué otra cosa podrían hacer, sino dar noticia de tales sentencias?); pero sin exigir ninguna responsabilidad a los usurpadores de derechos ni hacer la menor autocrítica.
Antes, a muchos periodistas se les hinchaba el pecho por ser considerados miembros del “cuarto poder”. Hoy a nadie se le ocurre llamarlos así porque ya no hay tres poderes, sino uno; y porque los profesionales de los medios carecen de la independencia necesaria para poder instituirse siquiera en un poder simbólico.
No podemos ser egoístas y caer en la complacencia. Puede que a muchos nos resulte más cómodo, menos mareante y exigente hacer como que ha llegado el verdadero fin de la historia, dándonos por derrotados y cediendo en nuestros derechos de españoles. ¡Qué poco sacrificio requiere vivir como simples animalillos que lo único que hacen es tratar de adaptarse al medio! El poeta norteamericano J. Russel Powell escribió: “la libertad ganada antes por otros no es nuestra libertad”. Cada generación tiene su lucha y nosotros nos creímos que ya no tendríamos que luchar. O lo que quizá es peor, tanto lo hemos interiorizado que llegado el momento de defendernos ni siquiera nos damos cuenta de que hace falta. ¿Qué pensarán de nosotros los futuros españoles, con acaso más perspectiva que la nuestra (el tiempo siempre da perspectiva), cuando se vean obligados a sumar a su esfuerzo el que nosotros tratamos de escamotear?
No es tiempo de teorizar ni de enredarse en reflexiones y purismos. Están en juego los principios; pero también los derechos fundamentales de los ciudadanos, que son minorados, día a día, en una labor de draga que ya se ejecuta sin disimulo. Urge que la única fuerza política que podría invertir el desmantelamiento del Estado de derecho alcance el poder y se ponga manos a la obra. Para conseguirlo –que no será fácil— es necesario que todos —digo todos— los que no pensamos necesariamente lo mismo, nos pongamos de acuerdo sobre unos presupuestos mínimos. Tales presupuestos imprescindibles y básicos son “nación y derechos fundamentales». La nación, porque sin ella, como dije, no hay Estado y sin Estado ni soberanía ni derechos individuales. Y los derechos fundamentales porque es lo mínimo que podemos exigir como personas, y algo a lo que nunca deberíamos renunciar.
Los derechos que nosotros cedamos serán los que tendrán que ser recuperados por la generación sucesiva. No hagamos como con nuestra deuda soberana, que la estamos transfiriendo a las siguientes generaciones. Junto al empobrecimiento económico, estamos transmitiendo el empobrecimiento jurídico y político.
Que cada generación soporte su responsabilidad económica y su propia defensa de las libertades. No seamos tan egoístas y añadamos a su carga y su lucha la que a nosotros nos corresponde. Las élites siempre tratan de imponerse (obviamente, a costa de los derechos de los demás). Las pandemias, las guerras, las crisis económicas o naturales y otros acontecimientos que constantemente acechan a la humanidad son las excusas que quienes desean imperar sobre los otros aprovechan. Lo acabamos de comprobar durante la Covid-19 y lo vamos a seguir viendo durante los próximos años. Si no lo evitamos nosotros nadie lo hará. No hay que ser tan egoísta como para conformarse con el vencimiento propio, olvidándose de los demás. Uno puede ser un cobarde para sí mismo, pero esto no le exime de su responsabilidad ante sus compatriotas.
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