Cuando yo era niño se iba a los campos de futbol, entre otras cosas, a desahogarse, y una de las maneras de desahogarse era gritando e insultando al árbitro y a los jugadores rivales.
No es que me parezca bien: aquello era denotativo de mala educación y falta de autocontrol. Cuando el portero sacaba de puerta se gritaba: eh, eh, eh, eh, eh… ¡cabrón!, a Chendo le llamaban Forrest Gump, Iván Zamorano eres un gitano, la mama del Rivaldo una putana, Michel, Michel, Michel maricón (especialmente después de que le tocara los huevos a Valderrama) y la más cruel, en mi opinión, que no repetiré, alusiva al hijo enfermo de Mijatović, que unos años después, en efecto, se murió de su enfermedad.
El caso es que ninguna de esas muestras de desconsideración molestó nunca a nuestras clases dirigentes. Los posibles delitos o faltas de insultos, amenazas, etc., quedaban impunes, amparados en el número, porque determinar entre decenas de miles de espectadores quien había dicho que se consideraba imposible o, en todo caso, generador de unas molestias desproporcionadas para la poca magnitud del delito. Nunca nuestros políticos, periodistas ni autoridades deportivas movieron un solo dedo para reconducir una situación a todas luces lamentable. Todavía los insultos son frecuentes en los campos sin que llamen la atención (“Pique, cabrón, Shakira tiene rabo y tú eres maricón”, por poner un ejemplo) a no ser claro, que sean racistas. Poco a poco, las imprecaciones machistas u homofóbicas van también teniendo respuesta. Pero ojo, lo que se persigue es la incorrección política, no la falta de respeto, que se ignora. Tampoco todo el racismo se valora igual. Cuando a Doncic en la NBA le llamaron “puto chico blanco” el exabrupto no pasó de la mera anécdota.
Ante este panorama solo cabe preguntarse si las campañas contra el racismo en los campos de futbol y la persecución implacable de quienes realizan la más mínima desconsideración a jugadores de color, que contrasta vivamente con la impunidad general, son realmente una expresión de una lucha legítima contra un racismo, ciertamente detestable, fruto de una preocupación sincera por la dignidad de los futbolistas, o simplemente un ejercicio de hipocresía, arbitrariedad y autoritarismo, reprimiendo las expresiones que vulneren un tabú social impuesto por el poder a costa de propaganda asfixiante y normas penales y policiales, para proteger la ideología hegemónica.
Realmente el racismo es una cosa lamentable. A diferencia del supremacismo tribal, que es común a pueblos y culturas en todas las épocas y en todo el mundo, el racismo científico es una construcción ideológica creada en el siglo XIX en los países anglosajones y protestantes del norte de Europa, precisamente para justificar su superioridad biológica respecto de los católicos del sur del continente (la superioridad de blancos sobre negros u otras razas se daba por descontada). Se justificaba en argumentos pseudocientíficos (aunque amparados entonces por la “ciencia oficial” al completo) si bien su verdadero origen había que buscarlo en el darwinismo social y en las teologías del pueblo elegido (judía) y de la predestinación de las almas (protestante).
Este racismo científico fue siempre ajeno al sentir español. Como ejemplo de ello, España tuvo, en el siglo XVI, a un hombre negro, Juan Latino, como catedrático en la Universidad de Granada. En Estados Unidos, el primer hombre negro que fue a la universidad lo hizo en la década de los 60 del siglo XX, de alumno y protegido por la policía.
La ideología racista anglosajona y protestante justificó en el siglo XIX los imperios coloniales precisamente de estos países, que tanto dolor y sufrimiento causaron en África, Asía e Hispanoamérica, durante tanto tiempo. Después de la Segunda Guerra Mundial emergieron dos grandes Imperios con aspiraciones de universalidad, Estados Unidos y la Unión Soviética, necesitados de una doctrina justificativa que legitimara su dominio en sus respectivas zonas de influencia. La Unión Soviética tenía el comunismo y EE.UU. escogió la de la democracia y los derechos humanos como “líderes del mundo libre” debiendo transformar su racismo constitutivo en un antirracismo sobreactuado que vemos estallar hoy en día con fenómenos como el del Black Lives Matter.
El antirracismo impostado hegemónico cumple otra función que es la de criminalizar como racista, uno de los peores epítetos con los que se puede estigmatizar a una persona o grupo, a cualquiera que ejerza la más mínima resistencia frente a la agenda globalista, particularmente en lo relativo al fomento de la inmigración masiva y de la sociedad multicultural. Dice la francesa Christine Clero que «La cuestión de la inmigración es la que expresa en toda su profundidad el divorcio entre las elites y la Nación”. La satanización como “racista” de cualquier partido o individuo discrepante de las políticas de inmigración masiva es el pegamento con el que se quiere cerrar esa brecha, cada vez mayor.
Con esto llegamos al partido Valencia vs Real Madrid, en Mestalla, del 21 de mayo pasado. Vinicius es un jugador conflictivo, de aires chulescos como los de Mourinho o Cristiano Ronaldo, por citar a dos personajes de raza completamente blanca, que tiene problemas en absolutamente todos los campos y con todos los rivales. En Mestalla, entre los jugadores de ambos equipos había aproximadamente una decena de jugadores de raza negra sin que hubiera el más mínimo conato de enfrentamiento entre ellos y los jugadores o la afición rival.
En un momento dado del partido, Vinicius acuso con gestos y aspavientos a un aficionado (uno entre 46.000) por lanzarle, según él, un insulto racista. Realizó gestos provocativos a la grada expresando sus deseos de que el Valencia bajara a segunda, lo que no agradó especialmente a los aficionados, como es lógico. Cuando fue expulsado por una agresión, el público lo llamó “tonto”, lo que fue confundido por el entrenador del Real Madrid, Ancelotti, con “mono” lo que le sirvió de excusa para acusar de “racismo” a un estadio entero y, por extensión, a un país, sin más argumento que su confusión fonética.
El caso estuvo abriendo telediarios y hasta el presidente de Brasil denunció el racismo español por llamar “macaco” a su compatriota. La policía realizó una investigación, con despliegue de recursos de los que carece para fines más nobles, que le llevó a detener a tres aficionados valencianistas por insultos racistas. Tres de entre 46.000, el 0,006% exactamente. Algo excesivo para considerar racista a la afición valencianista y aún más a toda España. Probablemente ni esos tres aficionados sean en realidad racistas, sino unos pobres diablos acostumbrados a la impunidad manifiesta en sus insultos habituales y a los que se les calentó la boca sin esperar una reacción tan a todas luces desmedida.
Llegados a este punto, resulta evidente que esto no tiene nada que ver con el racismo ni muchísimo menos con el futbol, sino con las herramientas de manipulación que utilizan las élites para imponer su ideología hegemónica y acallar las críticas a sus políticas y a la sociedad multicultural que tratan de construir y que acumula fracaso tras fracaso con grave deterioro de la convivencia. Precisamente el futbol sería un ejemplo, evidentemente falsario, de multiculturalismo exitoso, donde plantillas multinacionales y multirraciales compiten en buena armonía. Obviamente, al trasladar el modelo de unos millonarios en calzoncillos pegando patadas a un balón al mundo real, las cosas no resultan tan sencillas.
Madridistas y valencianistas, no dejéis que la pasión futbolera os engañe. El caso Vinicius no es una muestra de racismo de los valencianos (acordaos madrileños, cuando nos llamabais yonquis y gitanos en vuestros estadios) que nos hayamos vuelto todos de repente del Ku Klus Klan. Tampoco es el típico abuso del equipo grande contra el pequeño (pequeño en presupuesto, aunque también grande en historia), si bien todo lo referente al Real Madrid es una caja de resonancia que eleva el volumen de cuanto se le relaciona. Esto no es más que la histeria de la élites protegiendo el tabú del racismo, para seguir con sus manipulaciones que nada tienen que ver con la dignidad de los futbolistas, a cuya protección nos apuntamos todos, ni a la lucha contra un racismo, ciertamente repugnante, pero al que España ha sido siempre ajena, sino a proteger su hegemonía y su dominio, y a acallar las críticas legítimas frente a las políticas de inmigración masiva y al evidente fracaso del modelo multicultural para nuestras sociedades.
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