“No es posible construir una comunidad política si esta carece de un relato sobre sí misma”.
José Javier Esparza Torres
España es la patria de la que se han dicho cosas tan poéticas y hermosas como algunas de las citas que encabezan este libro entre otras muchas: brazo de Dios sobre la tierra, martillo de herejes, espada de Roma, alma ardiente, nación diferente y noble, constructora de un Imperio en el que no se ponía el sol, capaz de arrancar un continente al mar y a la barbarie, momento superior en la especie humana, la más hermosa de las naciones, madre de pueblos, etc. Sin embargo, también es el país del que Bismark[1] dijo que debía ser el más fuerte del mundo porque llevaba siglos intentando destruirse a sí mismo sin conseguirlo o cuyos habitantes merecieron estos versos:
”Oyendo hablar a un hombre, fácil es / acertar dónde vio la luz del sol; / si os alaba Inglaterra, será inglés, / si os habla mal de Prusia, es un francés, / y si habla mal de España, es español”.[2]
España es, como dice Stanley G. Payne: “el único país occidental, y probablemente del mundo, en el que una parte considerable de sus escritores, políticos y activistas niegan la existencia misma del país, declarando que «la nación española» sencillamente «no existe».”[3] También es, que conozcamos nosotros, el único país del mundo donde alguien puede ser agredido (incluso asesinado)[4] por llevar su bandera nacional y el único país del mundo donde no se puede estudiar en la lengua oficial y común a todos los territorios en alguna de sus regiones. No hay símbolo nacional, sea la bandera, el himno o el escudo que no levante polémica o rechazo en ciertos sectores. ¿Qué ocurre en España para estar castigados por esta baja autoestima colectiva?[5] ¿Es merecida? ¿Existe algo en nuestra historia o en nuestra personalidad que nos incapacite para ser una nación orgullosa que ambicione perseverar en su unidad para conquistar un destino más alto que en el que ahora se encuentra?
España parece padecer una depresión crónica con tentativas de suicidio incluidas (¿pues qué otra cosa puede ser el proceso separatista catalán si no?) plasmándose en la proliferación de separatismos y en la fobia a sus símbolos los síntomas más evidentes de una enfermedad que es más profunda, como un cáncer sistémico que produce tumores en ciertas zonas. Frente a este desánimo, lo único que nos ofrecen los medios políticos, periodísticos e intelectuales dominantes, los teóricos defensores políticos “oficiales” de la pervivencia de España, la única medicina que se les ocurre para esa enfermedad, es el llamado “patriotismo constitucional”, como si los únicos motivos para no ya amar o apreciar, sino, simplemente, tolerar a España fueran de índole legal o económico. A eso, las masas populares suman un cierto “patriotismo deportivo”, que nos permite alegrarnos por los éxitos de los deportistas españoles e, incluso, ondear la bandera nacional como consecuencia de una victoria de la selección de futbol o de un tenista patrio, a condición de que vuelva a esconderse pasados unos días, ya que la licencia para considerar políticamente correcta esta muestra de jolgorio caduca pronto. También, a veces, alguna iniciativa privada se vanagloria de algún dato estadístico favorable para nuestra autoestima, como que somos el país con más donantes de órganos, al que viajan más estudiantes europeos en el programa “Erasmus” u otro similar que, siendo importantes y enorgullecedores, no pasan de lo anecdótico.
Junto a esto, si profundizamos más, se nos presenta en los libros de historia un patriotismo tradicional, denostado y del que nuestra clase dirigente intelectual y política se avergüenza, aparentemente vinculado a algunas de las ideas e instituciones derrotadas por la modernidad o la posmodernidad, como la defensa del Antiguo Régimen frente al Nuevo, del trono y el altar ante el liberalismo, de la religión católica frente al protestantismo o del tradicionalismo ante el progresismo. Incluso, en fechas más recientes, se ha pretendido una identificación, no por anti-histórica menos eficaz, entre el patriotismo español y el franquismo (cuando, evidentemente, la realidad de España se remonta mucho más atrás en el tiempo que cualquier régimen político concreto que la haya gobernado en un periodo histórico limitado). Esa relación con el franquismo parecería por sí sola, en una particular reductio ad francum, mancillar cualquier expresión de españolismo, que vendría ensombrecida por la artificialmente larga y teóricamente oprobiosa sombra de la dictadura. Como veremos, esta enfermedad depresiva se inició en nuestra patria mucho antes del franquismo, de modo que esta explicación no termina de desvelarnos nada, salvo cual ha sido su último disfraz.
La historia de España es particularmente conflictiva. Primero por su propia complejidad. Como Stanley Payne nos recuerda, es la más exótica y extrema, la de mayor envergadura tanto cronológica como geográfica de Occidente. César Vidal y Jiménez Losantos opinan que es “rica, escalofriante, trascendente, asombrosa como pocas”. Además, también se utiliza frecuentemente como arma política del presente, no solo dentro de la propia España, sino en todo el mundo, por su relación con los mitos fundacionales de la modernidad, que en gran medida nacieron en oposición al Imperio español. Como se lamenta Payne: “La historia es un ámbito de controversia perpetua, pero en ningún caso lo es tanto como en España, ya que está llena de altibajos, de situaciones extremas y de confrontaciones entre actores y fuerzas que han representado muchas de las tendencias más decisivas de la historia humana.”[6] Tal vez la historia de Tierra Santa sea la única que pueda comparársele en cuanto a conflictividad ideológica. Tanto en Jerusalén como en España, las piedras hablan y lo que dicen o algunos creen escuchar condiciona nuestra realidad actual y nuestro futuro.
Este libro pretende ser un razonamiento una de cuyas premisas es la historia de España, una historia veraz, libre de manipulaciones, anacronismos y leyendas negras; y que, junto a otras premisas, como la historia de la literatura, el arte, la ciencia, la filosofía y, en definitiva, las ideas en España, estas últimas habitualmente ignoradas, o la historia de América y de la Hispanidad, complemento necesario para entender el alcance del papel histórico de nuestra patria, nos debe llevar a una doble conclusión. La primera, responder a la pregunta de qué demonios pasa con España, como la nación sobre la que fue erigido el primer imperio mundial, la que ha merecido alabanzas tales como las que hemos visto, puede ser también la más denostada, aquella de la que sus nacionales peor hablan, la que tiene una autoestima más baja y vive siglos en una aparente depresión colectiva y en una obsesión malsana con la autodestrucción; y la segunda, si consideramos que España ha de perdurar, fundamentar un patriotismo para el presente y para el futuro, encontrar las claves de España y la Hispanidad que logren ilusionarnos, hallar esa misión, empresa o destino, ese “proyecto sugestivo de vida en común”[7] que justifique la permanencia de nuestra patria en su unidad y la proyecten en la historia futura.
¿Es la nuestra, como se dijo, una historia equivocada y enferma? ¿Tiene sentido un patriotismo fundado en el catolicismo y la monarquía en pleno siglo XXI? ¿Puede España prescindir de sus motivaciones esenciales durante 1500 años sin traicionarse a sí misma? ¿Corre el riesgo de limitarse entonces a un economicismo o un legalismo sin alma, o a una deriva apática ocasionalmente interrumpida por la celebración de éxitos deportivos?
Desde que Ramiro de Maeztu, Menéndez Pelayo o García Morente reflexionaban sobre la patria española y su legado en América, hace casi un siglo, el mundo se ha transformado profundamente. Los debates sobre el ser de España, a veces amargos, entre Américo Castro, Sánchez Albornoz, Pedro Laín Entralgo, etc., no han arrojado conclusiones definitivas. En épocas recientes, el trabajo de muchos historiadores, que citaremos frecuentemente, para desvelar la verdadera historia de España de los mitos y leyendas, de las calumnias y las toneladas de propaganda desfavorable que ha padecido, ha sido importantísimo, pero es necesario dar un paso más. Hay que proyectar esa historia en el presente y sacar conclusiones para el futuro. Hace falta no solo una historia de España, sino una filosofía de la historia de España. Si no la escribimos nosotros nos la seguirán escribiendo nuestros enemigos. Nuestra patria debe ser capaz de construir su propio relato vital que la sitúe en el contexto de la historia universal, del concurso actual de las naciones y de su papel en la Civilización. Dado que la historia de España está profundamente relacionada con la de Europa y Occidente, desvelar sus entresijos puede darnos claves, no solo para el resurgir de la propia España, sino para la preservación de nuestra Civilización, atenazada por una evidente decadencia desde su entrada en la posmodernidad.
Mirar no solo el pasado de nuestra tierra, sino ayudar a diseñar su futuro posible, descubrir los caminos que se abren a nuestro paso y por donde podríamos discurrir, según las elecciones que tomemos, resulta un reto apasionante. España es para sus políticos y economistas un problema, para sus buenos historiadores y filósofos un misterio, y para sus mejores literatos una poesía. En todo caso, resulta un enigma a descubrir, el centro de un laberinto a penetrar. Adentrémonos juntos por sus vericuetos. A la postre, descubrirla es, desde luego para los españoles, pero también para los hispanos más allá del mar y para muchos europeos, descubrirnos a nosotros mismos.
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