Esta semana nos sorprendió el fallecimiento de Diego Armando Maradona, el mejor futbolista de su generación y uno de los mejores de la historia, convertido en sus años finales en una triste sombre de sí mismo por el abuso de las drogas y por sus simpatías políticas poco defendibles. Esta muerte ha despertado el debate sobre si en su epitafio debe prevalecer su calidad como futbolista o su desastre como persona, como cómplice de tiranías, drogadicto y maltratador. Al margen de esta discusión, que recuerda a la de que, si a los artistas hay que valorarlos por su obra o por su calidad humana, pero trasladada en este caso a un deportista, nos interesa más otra que no ha terminado de plantearse, pero que nos parece fundamental. ¿Es Maradona un ejemplo juguete roto, de como el posmodernismo aniquila a la persona con sus dosis de hedonismo y autodestrucción?
Pensamos que así es. El Maradona de sus inicios era un chico centrado y un futbolista ejemplar, capaz de cargarse un equipo y aun todo un país sobre los hombros, muy lejos del esperpento que terminó siendo. Para los argentinos y, en menor medida, para todos los hispanos, fue un símbolo que permitió al país recuperar el orgullo después de la humillación sangrienta de la guerra de las Malvinas, arrebatando a la pérfida Albión un evento deportivo, triste consuelo que no pasa de lo anecdótico, pero que sirvió para demostrar que argentinos e hispanos son capaces, somos capaces de la excelencia al máximo nivel.
El Maradona final acabó por ser el ejemplo perfecto del poshumano degradado generado por la posmodernidad: patético, infantil, consumido por sus deseos, incapaz del autocontrol y, por si fuera poco, entregado a las utopías comunistoides de la izquierda líquida e indefinida en su versión más tiránica y brutal, autora de los peores crímenes. En la degeneración de un símbolo que constituye la biografía del genial futbolista tenemos un espejo de la degeneración de nuestra civilización y del tipo humano que es capaz de producir.
Maradona no es solo Maradona, pueden ser muchos de nuestros conocidos y vecinos e, incluso, si no estamos atentos podemos terminar siendo nosotros o nuestros hijos, capaces de la genialidad, pero también de caer en el abismo. Permanezcamos alertas en nuestro desprecio al mundo moderno y en nuestro cultivo de las virtudes clásicas para evitar que sea así.
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