En una entrevista para la cadena SER a finales de junio pasado, el histórico dirigente y fundador de Comisiones Obreras, Julián Ariza, dijo textualmente: «Me da mucha pena que haya trabajadores que renieguen de la conciencia de clase».
Sí, en verdad da mucha pena y lo digo con toda sinceridad. Pero mucho más pesar —o tal vez rabia— debería darle al sr. Ariza la presencia y el «modus operandi» de la batería de colectivos que en España se reclaman marxistas, aunque sólo sea nominalmente, ya que son éstos los que han trabajado con auténtico denuedo para arrojar aguarrás en el cerebro de los trabajadores. Entre ellos, el propio PCE, del que también fue militante el sr. Ariza y, por supuesto, de su propia criatura: Comisiones Obreras.
A la izquierda hace tiempo que dejó de ocuparles y preocuparles la clase obrera, si es que todavía podemos seguir hablando con propiedad de «clase obrera». ¿Por qué? Pues porque siempre la tendrá ahí, como antes se tenía a la sevillana y al toro de plástico encima del Telefunken. El juguete, al fin y al cabo, puede ser puesto puntualmente en combustión en determinados conflictos —eso sí, sólo cuando gobierna la derechona— y para sacarlo a pasear, de la manita, todos los primeros de mayo.
A la izquierda de ahora le atraen otras otras «clases» que no son clases propiamente dichas, pero que hacen las veces de clase o, para ser exactos, de tejido clientelar y, en definitiva, de caladero de votos: las minorías posmodernas más o menos extravagantes, los ecologistas, las feministas de todo pelaje, las organizaciones LGTBI… La conciencia de clase al igual que usted, sr. Ariza, ha pasado a ser una incómoda antigualla, porque ahora lo que priva son los «espacios reivindicativos» para «minorías oprimidas», cuyas aspiraciones, lenguaje y manejos, paradójicamente, nos nos han venido de la Rusia bolchevique o del marxismo carpetovetónico más recalcitrante, sino de la mismísima Yankilandia.
Por eso, sr. Ariza, el trabajador reniega. Porque, como a todo quisque, nos molesta y mucho que nos tomen el pelo y hasta se nos rían en la propia cara a un palmo de distancia. Imagino al sr. Ariza un buen comunista. Acero del partido, se decía antes. Un señor muy disciplinado bajo el tejado común que aún, imagino, lo sigue amparando. Tanto, tanto, tanto, que es incapaz de tratar de comprender hasta sus últimas consecuencias la realidad fuera del corsé. O a lo mejor sí, a lo mejor la entiende y, quejumbrosos latiguillos ante el micrófono aparte, ha acabado por asumir que él es también un engranaje más del gran guiñol.
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